(Publicado originalmente en SomosBlogs en el año 2011)
Hay dos grandes momentos en Volver al Futuro donde lo que es un hermoso y resistente producto de género se convierte en una poderosa caja de resonancia de emociones adultas. El primero es cuando una adolescente Lorraine Baines (Lea Thompson) besa a su hijo futuro Marty McFly (Michael J. Fox) y algún extraño presentimiento la hace detenerse, horrorizada.
-Es como besar a mi hermano- dice.
Esa mini representación hollywoodense juvenil de la tragedia de Yocasta tiene ecos en el otro inesperado gran momento de Volver al Futuro, cuando Marty advierte con espanto que su propia existencia está diluyéndose y que ni siquiera es capaz de tocar una guitarra.
Marty se mira la mano y ante sus ojos los dedos empiezan a desaparecer. Es una imagen alucinante considerando que al actor le diagnosticarían la enfermedad de Parkinson seis años más. Volver al Futuro es una máquina de recuerdos y tiempos cruzados. Es una historia sobre un muchacho que viaja al pasado y –como los héroes de El Sonido del Trueno, de Ray Bradbury- debe evitar los cambios que afectarían el futuro del que viene.
El principal cambio, el más temido, es que la presencia de Marty en ese 1955 publicitario y colorinche corta de raíz el romance que desembocó en el matrimonio de sus padres y en su propio nacimiento. De ahí que tenga que volverse el celestino de ese par de adolescentes bobalicones al tiempo que esquiva los avances amorosos de su futura madre.
En la época de su estreno, Volver al Futuro fue recibida con distancia por muchos críticos. La vieron como otro lujoso producto de la ola Spielberg-Lucas, los filmes ochenteros que formaron a mi generación (Indiana Jones, Gremlins, Los Goonies) y, como tal, se le trató de simple escapismo barato.
Hoy día luce como una perla de narración clásica y perfecta. El Planeta de los Simios (R )Evolución y Capitán América, dos de las mejores cintas familiares de la temporada, aparecen como pálidos ejemplos a su lado. El guión de Zemeckis y Bob Gale no tiene una sola escena que sobre ni un diálogo que no impulse el relato hacia adelante.
Pero las lecturas políticas que algunos hicieron en los ’80 están ahí, intactas e incluso más interesantes a la luz de este 2011 de bolsas en picada y movilizaciones. Al Doc Brown lo persiguen los terroristas libios que eran los villanos de rigor a mediados de esa década y es curioso percatarse de cómo ese subargumento –agentes extranjeros intentando armar una bomba nuclear en suelo norteamericano- es descartado con un par de escenas y el choque de un furgón.
Esa falsa Norteamérica de 1985 hoy día también aparece tan alienígena y plástica como el Hill Valley de 1955 que deslumbra a McFly. Es ese país de la era Spielberg-Reagan donde lo extraño –una máquina del tiempo- no es aterrador o inquietante, sino cool, sexy, divertido. El Doc Brown como un emprendedor, un Bill Gates de los viajes temporales, un emblema del mito gringo del inventor solitario que cambia el mundo desde su garaje.
Y McFly como el típico héroe de Spielberg-Lucas-Zemeckis, el niño caucásico de ingenio rápido y secreto coraje, pero cuyo verdadero norte es recuperar el status quo, ya sea ese la familia, el barrio, el gobierno o el país. McFly es el anti-Mampato: su deseo no es viajar al pasado para construir un presente nuevo, sino conservar el mediocre mundo que ya conoce de memoria.
Como casi todo el cine de Zemeckis y las producciones Spielberg, Marshall & Kennedy, Volver al Futuro es ante todo autoconsciente, cinéfila y autista: el Doc Brown se cuelga de la esfera de un reloj en una clara alusión a Harold Lloyd, pero también tenemos a Marty diciéndole: “You’re my only hope (Usted es mi única esperanza)” en una cita interna mucho más sibilina e interesante que el chiste fácil de cuán absurdo era para un norteamericano de 1955 imaginar al actor Ronald Reagan como presidente.
Volver al Futuro existe en la burbuja que Spielberg y sus asociados crearon en plena era del Atari y MTV. Un mundo donde un niño compara el DeLorean con la portada de una revista de ciencia-ficción y deduce que está presenciando un aterrizaje alienígena y nadie de su familia duda de su lectura.
Y dentro de esa burbuja, el pasado –el de Marty, el de nosotros entonces, el de todos ahora en el 2012- es publicitario y falso. La Norteamérica de 1955 no era así y la película lo sabe. Volver al Futuro no es realista en su “recreación” de los años ’50 porque su intención es otra. Marty huye de la violencia extranjera que empieza a acechar a Estados Unidos en los ’80 para fugarse a la Norteamérica que Reagan prometía restaurar.
“Bring my country back” es el grito de guerra del Tea Party, el movimiento conservador que se opone por estos días al gobierno de Obama. Ese país que quieren “de vuelta” es el de Volver al Futuro, un pasado donde los trapeadores negros son tratados con simpatía y pachorra, pero donde sólo pueden soñar con ser alcaldes.
Por eso, qué mejor ejemplo de la cínica reinvención que Zemeckis haría más tarde con la historia norteamericana en Forrest Gump que la escena de Marty tocando Johnny B. Goode en el baile del colegio. Qué mejor triunfo simbólico para algunos que imaginar una vuelta de tuerca donde es un chico blanco quien inventa el rock & roll.
Un año antes de Volver al Futuro se estrenó Terminator, otra historia sobre visitantes temporales que aparecen de la nada entre rayos y relámpagos. En esa película, era el padre quien viajaba para –sin saberlo- asegurar el nacimiento del hombre que le enviaría décadas más tarde a proteger su origen. En Volver al Futuro, el hijo viaja –sin saberlo- para reiniciar la personalidad de su padre y retornar así a un hogar familiar donde todo (y nada) ha cambiado.
En ambos casos, una fotografía conecta ambas épocas en la cabeza de los personajes. En Terminator, Kyle Reese cruza el tiempo para conocer a la mujer que le obsesiona en una Polaroid. En la cinta de Zemeckis, Marty usa una foto familiar como barómetro de los cambios que su presencia ha causado en 1955.
Las imágenes son mentirosas, pero los recuerdos también. Volver al Futuro tiene 25 años y ha envejecido con una clase que definitivamente no tienen sus secuelas. Carece de los ecos trágicos de cintas sobre viajes temporales posteriores (?) como Frequency o El Efecto Mariposa. Es intrincada en su argumento y diáfana en su ejecución. Es, gran paradoja, una película que se ríe de los años ’50 pero que está hecha siguiendo el estilo clásico del Hollywood de esa época.
Verla de nuevo en cine en estos días es una experiencia curiosa: repetirnos un filme que nos hizo rayar de niños puede ser un mini-viaje en el tiempo. Hoy en día el Marty McFly ochentero me parece tan ingenuo como el George McFly de los ’50. Ambos son inventos de una época específica del cine norteamericano donde la última generación de maestros se batía en retirada y los nuevos dueños –Spielberg, Lucas, Zemeckis- estaban más interesados en las nostalgias del mundo infantil que en los desafíos de la vida adulta.
Un relámpago, como bien nos diría el Doc Brown, jamás cae dos veces en el mismo sitio. La alquimia que produce un clásico tampoco es repetible: Zemeckis jamás volvió a dirigir algo tan noble, Spielberg evolucionó, se reinventó como director adulto y se convirtió en un productor sin alma que hoy día financia horrores como Transformers. Bob Gale está fuera de cuadro. Christopher Lloyd es un vejete sin carrera ni pergaminos, Lea Thompson es una señora y Michael J. Fox lidera movimientos políticos para acelerar los estudios científicos que podrían ayudarle a él y a otros miles de enfermos a evitar la miseria y el desempleo.
Todo cambia, envejece y se gasta y a veces hasta se repite. El Chile de 1985 estaba plagado de consignas, panfletos tirados en la calle y marchas multitudinarias. El Chile de 2011 está plagado de tuiteos, hashtags y marchas multitudinarias. Marty McFly era un adolescente que deseaba con todas sus fuerzas que nada cambiara. Otros marchan por la vereda opuesta.
Hay una tragedia no desarrollada dentro del desenlace bonachón de la película: una tragedia relacionada con que en 1985, decir que habían pasado treinta años sonaba como una eternidad, pero hoy sabemos que treinta años pasan volando, que la vida sigue y que sin necesitar autos impulsados por plutonio, al final todos estamos viajando hacia la nada.
