Hay una situación que cada vez me interesa más y es cuando alguien observa un objeto cultural -un libro, una película, una banda- que es universalmente despreciado o, al menos, subvalorado, y esa persona ve en eso algo tan glorioso e importante que saca al objeto del canon. O más bien, lo pone en el Canon. Es la lectura que bendice a lo que está siendo leído. Estoy pensando, por ejemplo, en la trascendencia que le dio PJ Hogan a las canciones de Abba en La boda de Muriel. Aunque Abba ya era una banda celebrada antes de ese filme, lo que hizo Hogan ahí fue decirnos que las canciones de Abba no sólo eran hermosas, sino que también eran trascendentales. Que uno podía vivir dentro de una canción de Abba.
Estoy pensando también en ese texto de Neruda sobre la calle Maruri. Es un texto que apenas describe el sitio y se concentra en los crepúsculos que Neruda veía desde su ventana de joven provinciano muerto de hambre. Cuando conocí la calle por fotos, entendí que Neruda hablaba del cielo porque en ese horrible lugar, el cielo y sus crepúsculos eran la única cosa digna de mirarse y mirando el cielo desde una calle de mierda uno podía creer que había un mundo ancho y ajeno, que fue de hecho lo que Neruda terminó comprobando con sus libros posteriores.
Tarantino ha hecho una carrera -y una parodia- del acto de declarar trascendentes objetos de categoría Z como malas películas de vaqueros o cineastas como Michael Winner. Pero a mí me interesa no el buscador profesional de rarezas epifánicas, sino el que se topa con una o dos en su vida y jamás las suelta. Por ejemplo, la obsesión que tiene Stephen King con Watership Down, el “cuento sobre conejos” que cita en La danza de la muerte. O la relación de amor/odio que Bob Dylan ha tenido con la caja de la American Folk Music en casi todos sus discos de vejez. O esa admiración eterna que García Márquez le profesó a un sencillo cuento de Simenon (“Un hombre en la calle“) al que alguna vez consideró el mejor relato corto que hubiera leído, aunque claramente no podía ser. El cuento es bueno, pero no TANTO.
Esa exageración personal, esa necesidad que un artículo desdeñado o mal leído viene a llenar, es común a mucha gente a lo largo de la historia, sean artistas o no. Es como si un libro o una película a la que todos miramos sin prestarle demasiada atención contuviera en la piedra un mensaje secreto que sólo puede ser leído por el genuino rey de Inglaterra. Es como cuando un niño encuentra un palo o un trozo de madera que imagina ser una nave espacial y ese significado que los adultos que le rodean no pueden ver se vuelve una clave de su personalidad que luego al crecer olvida. Tal vez cuando una persona se obsesiona con convencernos de la importancia de una película menor, de una novelita de vaqueros o del catálogo de una banda de pop, lo que en realidad estamos viendo es al fantasma del niño poseyendo al adulto. Poseyéndolo, para castigarlo por haber olvidado cómo era entender el mundo a través de un objeto.
