La primera semana de enero del 2009 yo estaba en Temuco, visitando a mis padres en sus respectivas casas y sin muchos planes para el resto de las vacaciones. Fue en ese momento de debilidad, esa pausa en el criterio que a veces producen el exceso de calor y la falta de horarios, que mi viejo me convenció de irnos los dos por el día a Puerto Saavedra.
Puerto Saavedra es un pueblo costero a unos cien kilómetros de Temuco. Yo viví ahí de chico, a fines de los ’80 y luego volví regularmente a visitar a mi mamá y a mis hermanos durante los veranos, hasta que se mudaron a otra ciudad y ya no tuve razones ni ganas para volver.
Entiendo que hay muchas fantasías y buenos recuerdos turísticos asociados con el encanto de los pueblitos sureños. Es sólo que yo no tengo ninguno de esos recuerdos y la única cosa que extraño de Puerto Saavedra es el mar y esa sensación de mirar el cielo y sentir que estás en el borde de la gran tapa de olla que cubre a Chile.
Le dije a mi viejo que cruzáramos el pueblo sin detenernos hasta llegar directo a la playa y aceptó. Viajamos desde Temuco por el camino recién asfaltado, cruzamos el puente de Carahue y, después de un largo trecho de colinas y potreros entramos al pueblo doblando en la ancha curva que en invierno siempre se llenaba de agua y que ahora relucía blanca bajo el sol.
Aceleramos por la calle principal en el auto viejo y chico mientras él hacía los típicos comentarios del turista senior: mira, tienen antenas de tevecable, mira, la iglesia está igual, mira, ese niño tan chico y manejando esa yunta de bueyes tan grandes, mira, ese tractor tan viejo, mira ese cabro con las ristras de pescados.
Mira, le dije yo, en esa esquina unos compañeros de curso me patearon en el suelo en séptimo básico.
Dónde estaba yo en esa época, dijo él.
En Lautaro. Dije yo.
Aceleramos. Era una mañana de verano y en esos momentos Puerto Saavedra luce radiante, acogedor, festivo. No se parece mucho al purgatorio lluvioso de los meses de invierno.
Me gustaría venirme a vivir a una parcelita en la playa cuando jubilemos con mi mujer, dijo él un rato después. ¿Me vendrías a ver si viviera acá?
No, pero te mandaría novelas de pillitos en el bus de las diez, le dije.
Acá debe haber alguna librería, dijo él.
No, dije yo, no hay.
Pasamos por fuera de la casa donde mi mamá vivió hasta el 97 y que tenía un minimarket en el primer piso y una casita anexa que le arrendábamos a un matrimonio de Testigos de Jehová muy pobres y muy felices. Pasamos por la plaza donde una vez vi bajar de un helicóptero a Belisario Velasco, quien andaba fiscalizando las ayudas de alguna emergencia regional. Pasamos por afuera de los bares, las schoperías, las fuentes de soda, los depósitos de vino, la extensa y siempre saludable red de distribución del único negocio que jamás pierde clientes en el sur.
Almorzamos en la caleta, a medio camino entre el pueblo y la playa. Me encontré de reojo con gente que conocía desde chico y nadie saludó a nadie.
Llegamos al mar y estacionamos a unos veinte metros del agua. Le mostré a mi viejo el primer lugar donde viví en Puerto Saavedra, una planicie al lado de las dunas donde mi mamá y su pareja de entonces construyeron una cabaña de madera barata que funcionó como minimarket y chalet de veraneo familiar durante los primeros meses de 1986.
Dónde estaba yo en esos tiempos, volvió a preguntarse él.
En Temuco, le dije.
No me acuerdo, dijo él, no me puedo acordar. Tomemos un whisky a ver si me viene la memoria.
Así que eso hicimos. Sacamos el termo con el hielo, la botella y los vasos plásticos y nos tomamos un whisky sentados en la arena sucia.
Mira, dijo él, hay una piedra blanca allá en las rocas.
No es una piedra, le dije, es un pedazo de lona.
Fuimos a ver. El caballo estaba tendido de lado, las patas plegadas. El agua lo había decolorado. Tenía los dientes al aire y las cuencas de los ojos vacías.
A lo mejor se cayó de algún barco, dijo él.
No, le expliqué, debe ser de alguien que venía cruzando entre los cerros y el mar hacia el lago Budi, de noche, curado, y se encontró con la marea alta y el agua se lo llevó.
Y dónde está el jinete, preguntó mi viejo.
A lo mejor ya lo encontraron, dije yo.
Tómame una foto con él, pidió mi viejo.
De ahí caminamos un rato pegados a los cerros, subiéndonos a las rocas cuando venía la marea y corriendo para llegar al siguiente trecho.
Así vamos a llegar al Budi, dije yo.
Sigamos, dijo él.
Nos sacamos las zapatillas y corrimos. En el último trecho, el agua nos pasaba la cintura. Sugerí que nos devolviéramos.
Está más helada que la mierda, dijo él, pero sigamos. Sigamos.
El último reborde era una punta amarilla que entraba al mar y que a mí siempre me había recordado el hocico de una locomotora. Agarrados de la mano, la bordeamos y pasamos hacia el Budi, donde todo era paz y sólo había una infinita playa desierta.
Qué bonito es este lado, dijo él, tomemos algo para calentar el cuerpo.
Dejamos todo en el auto, le dije yo.
Ando con una petaca, me dijo él.
Así que tomamos whisky de nuevo.
Caminamos por la orilla del Budi, que de verdad es un panorama magnífico: una enorme piscina de agua tibia y salada rodeada de verde.
¿Los indios querrán quedarse con todo esto? preguntó él.
No les digas indios, reclamé yo.
Pero si no hay ninguno escuchando, dijo él.
Le hicimos dedo a un camión con maderas y volvimos a Puerto Saavedra por el camino sinuoso de los cerros que los jinetes borrachos se intentaban ahorrar cruzando la marea en mitad de la noche.
El 86 yo tenía treinta años, dijo él, sentado entre los maderos, era más joven que tú ahora.
Sí, le dije, eras muy joven.
El camión nos dejó en la villa turística. Era plena temporada y estaba lleno de mochileros y viajes especiales. Tómame una foto al lado de ese bus, dijo él.
Pero si es un bus, le dije.
No importa, tómame una foto.
Se la tomé. Luego caminamos sin apuro bordeando los campings, la canchita de básquetbol, las discotecas, los flippers, las casetas de cemento crudo donde se instalaban los vendedores de confites. Todo estaba igual. En una villa turística las únicas cosas que realmente cambian son los carteles de helados y el color de los trajes de baño.
Me mostró con el dedo un lugar en las colinas. Ahí, me dijo, ahí está la casita de veraneo que tenemos con la Bernardita. Ahí nos queremos venir a vivir en un tiempo más.
Viejo, le dije, acá llueve de abril a diciembre.
A mí me gusta la lluvia, me dijo, se hace más vida de familia.
Llegamos al auto. Mira, me dijo, lo dejé abierto y no se robaron nada. En Temuco no se puede hacer eso.
Le dije que compráramos agua mineral porque tenía sed y me dijo que para qué, si teníamos whisky. Así que nos penqueamos de nuevo.
Muy borrachos, subimos al auto. Le pedí que se fuera despacio.
Me dijo: ¿No quieres que pasemos a ver a alguien, que paremos en alguna parte?
Le dije que no, que siguiéramos hasta Carahue.
A mí me gusta Puerto Saavedra, dijo él, muerto de la risa. Te lo regalo, le dije yo.
De vuelta en el pueblo, mientras esperábamos que cruzaran unos caballos y nos dejaran la ruta libre, mi viejo vio entre la maleza de un potrero los fierros oxidados de alguna caldera antigua y olvidada en el barro.
Qué será eso, me dijo. No tengo idea, le dije. Tenía el whisky entre los ojos y todo me daba vueltas.
Oiga, señor, le preguntó desde la ventanilla del auto a un mapuche muy anciano y muy encorvado que caminaba detrás de los caballos.
Mande, le dijo el hombre. Señor, disculpe, dijo mi viejo, ¿qué es esa caldera que está ahí botada?
El mapuche siguió el dedo de mi papá y le contestó: Aquí una vez hubo un maremoto. El agua se metió hasta adentro y se llevó todo.
(Publicado originalmente en The Clinic, febrero 2013)
