(Este texto incluye revelaciones importantes sobre el argumento de Argo y Skyfall).
En el legendario ensayo El cine de Hitchcock, publicado por Robin Wood en 1965, hay un trozo del prólogo que es muy revelador. Wood compara el ataque del avión fumigador de Intriga Internacional de Hitchcock, con el ataque del helicóptero en De Rusia con Amor, uno de los filmes de la saga Bond protagonizado por Sean Connery.
El problema del segundo caso, dice Wood, es que el suspenso de la escena consiste en una pregunta básica: ¿Morirá o no el héroe? Wood tiene razón al remarcar dos puntos: a) sabemos que James Bond jamás muere y b) aun cuando lo hiciera, su muerte sería demasiado irrelevante en términos emotivos dado lo poco que sabemos del personaje.
La queja de Robin Wood se ha mantenido vigente a lo largo de casi todas las películas del agente 007. Sabemos que el intrépido protagonista no puede morir –al menos, no a manos de un matón cualquiera- así que la apuesta de los realizadores radica en que disfrutemos la pericia técnica y la belleza plástica con que las escenas de acción están ejecutadas.
Desde Casino Royale (2006) hasta la reciente Skyfall, la lucha de directores como Martin Campbell y ahora Sam Mendes (sumados al talento de Daniel Craig) ha sido darle espesor y estatura trágica a un héroe que sabemos finalmente invulnerable. Pueden matarle a la chica, pueden herirle, pero Bond tiene que salir airoso de cada aventura, al menos en sus objetivos más inmediatos: en Quantum of Solace, 007 no logra desarticular la organización mundial que se le opone, pero consigue desbaratar su plan en Bolivia.
Argo, dirigida y protagonizada por Ben Affleck, existe en un contexto muy distinto: su héroe es un agente de la CIA enviado a la convulsionada Irán de 1980 para rescatar a seis empleados norteamericanos asilados en la casa del embajador canadiense.
Argo, además, está basada en hechos reales, la clase de historia verídica que nos costaría creer si se nos presentara como pura ficción: la tapadera que inventa el espía es presentarse como productor de una película de fantasía–una variante muy chatarra y burda de Star Wars- enviado a Irán en busca de locaciones.
El universo del filme de Affleck es la Norteamérica (y la CIA) del gobierno de Jimmy Carter. Es un mundo precario, de tecnología primitiva para nuestros ojos, de confianzas tambaleantes y de espías que se parecen mucho a los héroes verborreicos y alcoholizados de los guiones de Aaron Sorkin. Argo funciona –bien, muy bien- apostando a una nostalgia muy específica, como es el recuerdo de la resaca de los ’70 en Norteamérica, el último destello de decencia y buenas intenciones (abiertas buenas intenciones) antes de la era Reagan.
No es casual que Argo muestre a Hollywood como un lugar de artesanos veteranos y descreídos que tienen respecto a la naturaleza humana un conocimiento que el agente secreto apenas sospecha. El Hollywood de Argo no es el laberinto de mala leche que aparecía en The Player (1992) o en series como Entourage. Se acerca más bien al mundo decadente y pausado de S.O.B., de Blake Edwards, con sus productores octogenarios y esas oficinas cochambrosas donde faltan décadas para que aparezcan los módems y los iPhones.
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Skyfall, el último filme de Bond, transcurre en la actualidad feroz de la Europa en crisis y el Tercer Mundo en alza. De hecho, su villano es de origen latino y tiene su base de operaciones en algún lugar de Oriente. Más aún, no es una super-mente criminal venida del infierno como Dr. No o el Scaramanga de El Hombre de la Pistola de Oro: al revés, se trata de un agente renegado que alguna vez ocupó el puesto de privilegio a la derecha de M que ahora ostenta 007.
Lo interesante es que Skyfall (con sus errores, sus obviedades y su desopilante segmento final) se eleva y dispara la saga hacia el futuro gracias a su extraña concesión a una nostalgia que no es tan diferente a la de Argo. También hay acá un recuerdo afectuoso de los tiempos más sencillos y básicos de la Guerra Fría. También se asoma aquí un aire de solemnidad a la hora de evocar los viejos valores de la república. Y también se trata aquí de buscar en las memorias más viejas –incluso en las infantiles- orientación para moverse hacia adelante.
Luego de una serie de catastróficos ataques por parte del villano a la estructura misma del MI6, James Bond decide tomar a M –su jefa, su figura materna, la reina del ajedrez- y arrastrarla al único lugar intocado por su profesión: el terruño del cual salió huyendo antes de convertirse en una máquina de matar.
La última parte de Skyfall abandona los terrenos seguros de la saga (esa serie de clichés que Wood despreciaba en su comparación) y se mueve hacia un drama de tono bíblico donde dos hijos –el despreciado y el querido- luchan por la madre en un Edén derruido que incluso tiene su propio guardián armado.
Lo que me gustó de Skyfall (lo que me parece que la convierte en una de las películas del año y en uno de los episodios más atractivos de la saga) es que intenta reaccionar a la queja de Wood: cómo se consigue emoción en una estructura donde sabemos que el héroe jamás morirá y donde los villanos nunca ganarán. Su respuesta es: ofreciendo un desenlace en el que el fracaso del mal sea irrelevante y donde sobrevivir sea una maldición.
Por supuesto, Bond triunfa. Pero su supervivencia lo enfrenta con lo que nosotros ya sabemos, que su personalidad tiene límites muy estrechos y su existencia está determinada por el triste hecho de que lo único que sabe hacer es matar, destruir y perseguir.
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Al final de Skyfall, Bond termina en fojas cero. El laborioso trabajo iniciado en Casino Royale para darle estatura dramática se borra de un plumazo y el personaje (al igual que un computador al que le hubieran formateado la memoria) queda listo para una larga serie de aventuras al estilo más clásico de la serie.
Es un remate muy distinto al reencuentro filial de Argo, pero ambas películas beben de la misma fuente: en un momento donde un país (Estados Unidos) y una saga (las aventuras de Bond) se descubren agotados y sin rumbo, ambas historias apuestan por los beneficios de la vieja guardia. Qué sencillas eran las cosas entonces, parecen decirnos, qué atractiva es la tentación de volver a creer en villanos y jovencitos. Argo y Skyfall, en veredas distintas, son películas zombies, embarcadas en canibalizar tradición, historia y género.
Habrá que ver en el futuro cuál de las dos opciones envejece mejor y cuál de ellas (sea el talento personal de Affleck como director o la energía comunitaria de la saga 007 como industria) merece más atención.
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