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Channel: El blog de Villalobos Jara
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El Sur (fragmento)

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El Sur es un libro de crónicas que acabo de publicar en la editorial Libros Qué Leo. Algunos de sus capítulos aparecieron en este blog en versiones que ahora están despublicadas porque considero que las del libro deberían ser las definitivas.

El Sur está a la venta en las sucursales de la cadena Qué Leo y se viene pronto el lanzamiento. Lo que viene acá abajo es un fragmento de El sur y la religión, que es un capítulo que escribí específicamente para el libro. Que estén bien.

“Nos arrodillamos en el suelo de la cocina y abrimos la Biblia. Yo tenía diez años y creía que todo era voluntad del Señor.

El pastor oró desde su casa y oramos con él. Sentado junto a mis tíos, cerré los ojos e imaginé a Dios mirándonos desde una altura vertiginosa, flotando en el espacio, viéndonos a través del techo de la casa envuelto en su túnica blanca.

La batalla contra Satanás duró toda la noche. En algún momento me dormí y alguien me metió en la cama. Recuerdo que preparaban mate alrededor de la salamandra a leña y que los gatos miraban con desdén a los humanos susurrando al aire.

Los hermanos de la iglesia oraron junto a su pastor a lo largo de todos los barrios, toda la noche, sin faltar uno. Creer que así sucedió es una de las bases de la religión. En las iglesias de madera con techos de zinc y en las iglesias más pequeñas, con tablas sin elaborar y vigas al aire, en las casitas pareadas de las poblaciones inventadas por Pinochet, con las manos sobre las biblias negras y los testamentos azules, bajo las ilustraciones de un Jesús de mirada perdida sosteniendo el mundo, convencidos de un Poder capaz de sacudir la tierra en su eje, mal vestidos, pobres, desnutridos, ansiosos de un paraíso que estaba a un infarto o una neumonía de distancia, repitiendo un padrenuestro inventado antes de que este continente existiera en los mapas, los hermanos de la iglesia oraron pidiendo fuerzas contra el enemigo.

Oraron a través de la ciudad, viejos, enfermos, derrotados. Oraron sobre las iglesias católicas donde los hombres con sotana se arrodillaban frente a estatuas y cirios. Oraron sobre los campos donde los mapuches seguían tocando el cultrún antes de beber sus remedios antiguos. Como un solo cuerpo, pidieron por el alma de una mujer que no conocían, perdida en un delirio dentro de una casa que muchos de ellos nunca verían. Enfundados en sus ropas de pésimo corte, en sus chombas tejidas a mano, en sus poleras que decían Cónclave 1982, calentando el cuerpo a la lumbre de braseros, anafes y salamandras, los soldados de la cruz juntaron sus palmas y le pidieron al Dios del Antiguo Testamento y al Jesús de los Evangelios que le plantaran cara al Enemigo y lo expulsaran del cuerpo de la hermana. Todos esos Abrahanes, Pedros, Mateos y Juanes unieron fuerzas con las Esteres, Marías, Asunciones y Magdalenas y le rogaron al Señor de los ejércitos que cumpliera el pacto que había firmado con su gente. Y esa noche, tal vez por solo esa noche, sentí que era parte de un pueblo. Que había una nación, que su territorio era el sur y su ley la Biblia. Que mi nombre de pila era testimonio de un acuerdo y un homenaje y que esos libros negros y azules tenían un poder capaz de cruzar el aire y clavarse en la espalda del Maligno.

En la madrugada, desperté y salí al pasillo. Mi tía cabeceaba cerca de la estufa. Los gatos dormían al pie de la leña. Había una Biblia en el suelo, la recogí y la puse sobre la mesa.

Vaya a acostarse, me dijeron, vaya.

¿Y la hermana?, pregunté.

Vaya a acostarse.

Me fui. Me eché en la cama y a un costado había una Biblia de los viejos tiempos, deshilachada y sucia, y del otro lado había un póster forrado en plástico de Jesús cubierto con un manto rojo sosteniendo el mundo en sus manos.

Al amanecer, el demonio había sido derrotado”.



El sur y el lanzamiento

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Este miércoles 28 a las siete y media, en el Café Literario del Parque Balmaceda (Providencia 410), lanzamos  El sur. Lo presentan Elisa Zulueta y Rodrigo Bazaes. Vayan.

Acá abajo, un fragmento del capítulo sobre la sangre.

 
Al año siguiente, se mudaron con su mujer a una parcelita a unos cuantos kilómetros de la ciudad. Me pasó a buscar en auto y llegamos cuando estaba atardeciendo. Era en pleno campo y lejos, muy lejos, se escuchaban los camiones de la carretera.

            -No te asustes por los perros cuando te bajes- me advirtió.

            Pensé que no ibas a tener más perros, le dije.

            Estos llegaron, me contó. Algunos.

            Eran seis, entre hembras y machos. También había un montón de gatos.

            Mi viejo me mostró sus tomates y sus plantas y un rosal que atraía a las abejas. Había mosquiteros en casi todas las ventanas. Era una vieja casita de campo pegada a un bodegón que alguna vez había funcionado como taller de motores. (…)

            Dos de los perros eran negros. Son los hijos del Conan, dijo mi viejo al pasar. Los miré bien. Y ahí estaban, los rasgos mestizos del doberman cruzado con alguna perra del barrio: el hocico puntiagudo, las orejas y la manera de echarme un vistazo casual, sin amenaza. En realidad se parecen, dije. Les tomé una foto”.


La rata winner

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Concepto reencontrado en una vieja anotación de hace varios años.

LA RATA WINNER. Ese que en el colegio te cagaba con las gomas de borrar. El que le pedía plata prestada a las profesoras. El que en la pega te pide bebida de la lata y no, no anda con vaso. El que calienta agua para su propia taza y ninguna más. El que te pide una gauchada esotérica que tiene que ver con cheques. El que se revuelve el café y luego tira la cuchara sucia en el lavaplatos. El que se sienta en el suelo en tu cumpleaños, da vuelta el vaso y ni siquiera avisa. El que mastica con la boca abierta el sandwich que compró con la plata que te acaba de pedir. El que te dice que se vayan juntos en el taxi en un pique largo y luego resulta que no anda con sencillo. El que se pone a comer apenas llega su plato, aunque todos los demás sigan mirando la mesa. El que pica el plato de la polola sin pedir permiso. El que te da vuelta una copa de vino tinto en tu mesa y cree que es gracioso. El que te devuelve el libro subrayado. El que te manda a su hermana porra y babosa para que la ayudes con su tarea de colegio. El que se demora tres horas cagando en tu baño y luego sale dejando la puerta abierta. El barsa, el hijo único, el huevas, el que corta todas las colas del mundo. La rata winner.


Dos novelas

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“Two novels can change a bookish fourteen-year old’s life: The Lord of the Rings and Atlas Shrugged. One is a childish fantasy that often engenders a lifelong obsession with its unbelievable heroes, leading to an emotionally stunted, socially crippled adulthood, unable to deal with the real world. The other involves orcs.”

Citado en los comentarios de este video. http://www.youtube.com/watch?v=2Fw0lEaxiVs


El Hobbit: Aquí vamos de nuevo

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Para alivio de los fanáticos de la famosa trilogía que Peter Jackson dirigió sobre la obra de Tolkien, podemos informar que El Hobbit es bastante cercano a esas películas. Lo que significa que es un mastodonte lastrado por la pomposidad inútil, el diálogo tosco y la absoluta falta de humor respecto a sí mismo.

El Hobbit, basado en el libro homónimo de Tolkien, cuenta eventos sucedidos 60 años antes de las aventuras de Frodo.  Nos enteramos de cómo su tío Bilbo hizo amistad con Gandalf, de qué manera consiguió el anillo, cómo fue que participó en la batalla contra un dragón, etc, etc.

Haciendo gala de un certero ojo para el dinero y un escaso amor por la concisión del relato, Jackson ha decidido extender su adaptación de un libro de 320 páginas a tres películas, de las cuales la primera dura dos horas y cincuenta minutos.

Por lo tanto, lo que hay aquí no es el relato diáfano y directo de la fuente original, sino un zigzagueo que desvía la acción hacia una serie de flashbacks (la mayoría relacionados con batallas de épocas previas) o eventos paralelos que en el libro estaban apenas aludidos.

¿Es la extensión un defecto en sí? Depende del filme. En este caso, es desastrosa. El relato se hace interminable y sólo mantienen el interés el despliegue técnico de los efectos especiales y el amor que Jackson ha tenido por los detalles grotescos desde su debut con Bad Taste (1987). Mucho se dijo del HFR 3D, el formato digital en que se filmó la película. No luce como un gran avance respecto a, por ejemplo, Avatar: de hecho, en algunas escenas interiores recuerda a ese tipo de imagen levemente demorada de las series inglesas de los ’70.

Comparado con las últimas cintas del director, El Hobbit no es una ridiculez, como lo fuera King Kong, ni un mamarracho sin perdón, como Desde Mi Cielo. Pero es innegable su reciclaje, su ausencia de novedad, su nulo interés por cualquier idea que no sea obvia, directa y plana.

Tiene un solo momento memorable: el encuentro de Bilbo con Gollum. Que la única escena de emoción humana de la historia ocurra entre un actor y una criatura digital es la clase de deliciosa ironía que Jackson ha dejado de lado para apostar  siempre, en cada escena, por la obviedad y el cliché.

 

(Publicado originalmente en La Tercera, 13 de diciembre 2012)

 

The-Hobbit-Movie-Image


Los viejos buenos tiempos: Argo, Skyfall

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(Este texto incluye revelaciones importantes sobre el argumento de Argo y Skyfall).

 

En el legendario ensayo El cine de Hitchcock, publicado por Robin Wood en 1965, hay un trozo del prólogo que es muy revelador. Wood compara el ataque del avión fumigador de Intriga Internacional de Hitchcock, con el ataque del helicóptero en De Rusia con Amor, uno de los filmes de la saga Bond protagonizado por Sean Connery.

El problema del segundo caso, dice Wood, es que el suspenso de la escena consiste en una pregunta básica: ¿Morirá o no el héroe? Wood tiene razón al remarcar dos puntos: a) sabemos que James Bond jamás muere y b) aun cuando lo hiciera, su muerte sería demasiado irrelevante en términos emotivos dado lo poco que sabemos del personaje.

La queja de Robin Wood se ha mantenido vigente a lo largo de casi todas las películas del agente 007. Sabemos que el intrépido protagonista no puede morir –al menos, no a manos de un matón cualquiera- así que la apuesta de los realizadores radica en que disfrutemos la pericia técnica y la belleza plástica con que las escenas de acción están ejecutadas.

Desde Casino Royale (2006) hasta la reciente Skyfall, la lucha de directores como Martin Campbell y ahora Sam Mendes (sumados al talento de Daniel Craig) ha sido darle espesor y estatura trágica a un héroe que sabemos finalmente invulnerable. Pueden matarle a la chica, pueden herirle, pero Bond tiene que salir airoso de cada aventura, al menos en sus objetivos más inmediatos: en Quantum of Solace, 007 no logra desarticular la organización mundial que se le opone, pero consigue desbaratar su plan en Bolivia.

Argo, dirigida y protagonizada por Ben Affleck, existe en un contexto muy distinto: su héroe es un agente de la CIA enviado a la convulsionada Irán de 1980 para rescatar a seis empleados norteamericanos asilados en la casa del embajador canadiense.

Argo, además, está basada en hechos reales, la clase de historia verídica que nos costaría creer si se nos presentara como pura ficción: la tapadera que inventa el espía es presentarse como productor de una película de fantasía–una variante muy chatarra y burda de Star Wars- enviado a Irán en busca de locaciones.

El universo del filme de Affleck es la Norteamérica (y la CIA) del gobierno de Jimmy Carter. Es un mundo precario, de tecnología primitiva para nuestros ojos, de confianzas tambaleantes y de espías que se parecen mucho a los héroes verborreicos y alcoholizados de los guiones de Aaron Sorkin. Argo funciona –bien, muy bien- apostando a una nostalgia muy específica, como es el recuerdo de la resaca de los ’70 en Norteamérica, el último destello de decencia y buenas intenciones (abiertas buenas intenciones) antes de la era Reagan.

No es casual que Argo muestre a Hollywood como un lugar de artesanos veteranos y descreídos que tienen respecto a la naturaleza humana un conocimiento que el agente secreto apenas sospecha. El Hollywood de Argo no es el laberinto de mala leche que aparecía en The Player (1992) o en series como Entourage. Se acerca más bien al mundo decadente y pausado de S.O.B., de Blake Edwards, con sus productores octogenarios y esas oficinas cochambrosas donde faltan décadas para que aparezcan los módems y los iPhones.

 

argo

 

 

Skyfall, el último filme de Bond, transcurre en la actualidad feroz de la Europa en crisis y el Tercer Mundo en alza. De hecho, su villano es de origen latino y tiene su base de operaciones en algún lugar de Oriente. Más aún, no es una super-mente criminal venida del infierno como Dr. No o el Scaramanga de El Hombre de la Pistola de Oro: al revés, se trata de un agente renegado que alguna vez ocupó el puesto de privilegio a la derecha de M que ahora ostenta 007.

Lo interesante es que Skyfall (con sus errores, sus obviedades y su desopilante segmento final) se eleva y dispara la saga hacia el futuro gracias a su extraña concesión a una nostalgia que no es tan diferente a la de Argo. También hay acá un recuerdo afectuoso de los tiempos más sencillos y básicos de la Guerra Fría. También se asoma aquí un aire de solemnidad a la hora de evocar los viejos valores de la república. Y también se trata aquí de buscar en las memorias más viejas –incluso en las infantiles- orientación para moverse hacia adelante.

 

Luego de una serie de catastróficos ataques por parte del villano a la estructura misma del MI6, James Bond decide tomar a M –su jefa, su figura materna, la reina del ajedrez- y arrastrarla al único lugar intocado por su profesión: el terruño del cual salió huyendo antes de convertirse en una máquina de matar.

 

La última parte de Skyfall abandona los terrenos seguros de la saga (esa serie de clichés que Wood despreciaba en su comparación) y se mueve hacia un drama de tono bíblico donde dos hijos –el despreciado y el querido- luchan por la madre en un Edén derruido que incluso tiene su propio guardián armado.

 

Lo que me gustó de Skyfall (lo que me parece que la convierte en una de las películas del año y en uno de los episodios más atractivos de la saga) es que intenta reaccionar a la queja de Wood: cómo se consigue emoción en una estructura donde sabemos que el héroe jamás morirá y donde los villanos nunca ganarán. Su respuesta es: ofreciendo un desenlace en el que el fracaso del mal sea irrelevante y donde sobrevivir sea una maldición.

 

Por supuesto, Bond triunfa. Pero su supervivencia lo enfrenta con lo que nosotros ya sabemos, que su personalidad tiene límites muy estrechos y su existencia está determinada por el triste hecho de que lo único que sabe hacer es matar, destruir y perseguir.

 

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Al final de Skyfall, Bond termina en fojas cero. El laborioso trabajo iniciado en Casino Royale para darle estatura dramática se borra de un plumazo y el personaje (al igual que un computador al que le hubieran formateado la memoria) queda listo para una larga serie de aventuras al estilo más clásico de la serie.

 

Es un remate muy distinto al reencuentro filial de Argo, pero ambas películas beben de la misma fuente: en un momento donde un país (Estados Unidos) y una saga (las aventuras de Bond) se descubren agotados y sin rumbo, ambas historias apuestan por los beneficios de la vieja guardia. Qué sencillas eran las cosas entonces, parecen decirnos, qué atractiva es la tentación de volver a creer en villanos y jovencitos. Argo y Skyfall, en veredas distintas, son películas zombies, embarcadas en canibalizar tradición, historia y género.

Habrá que ver en el futuro cuál de las dos opciones envejece mejor y cuál de ellas (sea el talento personal de Affleck como director o la energía comunitaria de la saga 007 como industria) merece más atención.


Plan de gobierno

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Hay una escena que está en el corazón de muchas ficciones gringas pero que nunca he visto bien filmada o narrada: el presidente recién electo llega a una sala en un búnker secreto. Están los generales, los expertos financieros, los directivos veteranos del estado. Le muestran los gráficos. Las fotos. Los números reales sobre economía, poder militar, educación, bienestar. El presidente recién electo suda, la habitación le da vueltas. Le tiemblan las piernas. Dos agentes del Servicio Secreto le sujetan de los hombros para que pueda seguir en pie hasta que termine la sesión. Vomita. En una caseta de baño custodiada por soldados armados, se cambia la camisa y la corbata sucias por el vómito. Le sacan en helicóptero y le sedan para que duerma 48 horas. Sólo al despertar de ese sueño sedado -y sólo entonces- comienza de verdad su gobierno. Estoy seguro que ese protocolo existe.


Cine: Mejores y peores del 2012

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Durante los debates Obama vs Romney, muchos chilenos se quejaban en las redes sociales respecto a la atención que otros tantos chilenos le prestábamos a la elección presidencial en Estados Unidos. Una queja extraña, considerando que muchas de las decisiones, políticas y leyes que han afectado a nuestro país y a nuestros vecinos desde los años ’60 han tenido su origen –a veces directo- en la Casa Blanca.

 
La independencia de Chile respecto al mundo es frecuentemente cacareada, pero claro, sigue siendo una ilusión. Algo fácil de constatar revisando la parrilla de estrenos en salas locales durante el 2012, donde la mayoría de películas provenientes de Hollywood afectaron en forma directa la permanencia de títulos chilenos en los multicines. A excepción de Stefan vs Kramer.

 
Un dato a la causa: desde el 2002, cuando empecé a publicar estos recuentos anuales (en el sitio civilcinema.cl), jamás me había costado tanto alcanzar una cuota razonable de estrenos vistos para escribir el texto. No creo haber visto menos películas que otros años, pero sí estoy consciente que el 2012, como nunca antes, el paso de títulos pequeños –sobre todo locales- fue fugaz e intermitente. Mi Ultimo Round, una de las películas chilenas que más me gustaron, la pesqué el último miércoles de su exhibición en una sala desierta donde había tres personas. Los blockbusters sacaron de circulación con velocidad pasmosa filmes que merecían ventanas más extensas y que aún no llegan al DVD.

 
Por ejemplo, en este recuento no está considerado El Año del Tigre por la sencilla razón de que no alcancé a verla.

 
Así que este resumen del 2012 se publica ya entrado el segundo mes del 2013. A quienes se apresuraron a publicar sus listados y rankings cuando todavía no se acababa el año, sólo les puedo decir: los envidio, sinceramente.

 
El 2012 no fue un buen año para el cine adulto y los grandes temas. Sus blockbusters defraudaron (a excepción de Prometeo) y la comedia romántica tuvo escasa representación. A cambio, hubo una inusitada abundancia de cine de entretención de serie B. Espías, tiroteos, patadas, historias de supervivencia: el año fue pródigo en esa clase de películas que uno consume con gusto y que luego olvida hasta verlas reaparecer en el trasnoche televisivo, desde la sorprendente Abraham Lincoln: Cazador de Vampiros hasta la excesiva y sanguinaria Dredd. En una temporada donde los autores (Spielberg, Eastwood, Malick, Cronenberg, Polanski) defraudaron, los artesanos dieron la cara.
Ahora, vamos con las categorías. Como siempre, estamos hablando de películas estrenadas en salas chilenas durante el 2012, salvo que se indique lo contrario.

MEJOR ESCENA DE ACCIÓN: Un barco se convierte en una infinita serie de gags, explosiones, acosos y juegos del gato y el ratón entre la Reina de Inglaterra y una tropa de corsarios patipelados cuya única gracia es ser los dueños del último dodo que existe en la Tierra. Es el clímax de ¡Piratas! Una Loca Aventura, el filme animado de Aardman que dejó atrás –muy atrás- a competidores como Frankenweenie, Valiente y ParaNorman.

MEJOR USO DEL SONIDO: Protegiendo al Enemigo. Como bien dijeron algunos, podríamos nominarla como la Mejor Película que Tony Scott No Alcanzó a Dirigir. Aguda, crispada, verosímil –en la medida de su género- y, como buena heredera del tipo que filmara Hombre en Llamas y Enemigo Público, con un uso del sonido que zigzaguea entre el disparo ensordecedor y el susurro desesperado. Un trabajo impecable.

BASURAS BIEN VESTIDAS:Un Zoológico en Casa. La Piel Que Habito. La Chica del Dragón Tatuado (Fincher). Caballo de Guerra. El Artista. Un Cuento Chino. Enter the Void.

MEJORES CRÉDITOS FINALES: Argo.

MARCANDO EL PASO: Alexander Payne en Los Descendientes. Sin duda es un trabajo que merece atención. Incluso, en medio de su falsa modestia y su tono American-Beauty-en-Hawaii logra colar algunos momentos muy bellos, como la conversación de Clooney con su hija en la piscina. Pero este es el director de Election y de About Schmidt, dos películas que parecen torres de emoción y dobles lecturas al lado de esta casucha.

También sería interesante mencionar en esta categoría al Oliver Stone de Salvajes y al Tim Burton de Frankenweenie, pero ¿todavía hay alguien que espere gran cine de estos directores? Burton lleva quince años entregado a la innoble tarea de reordenar los muebles de esa mansión en su cabeza donde ya nadie quiere entrar. Y Stone obtuvo con Salvajes un logro vergonzoso: aburrir a quienes lo defendimos incluso después de Alexander.

Otro aparte en esta categoría: Hotel Transilvania, de Genndy Tartakovsky. Los personajes son atractivos, la animación es perfecta y el buen rato está garantizado. Pero este es un producto que podría haber sido hecho por cualquier director/animador competente y no se encuentran por ningún lado los rasgos y toques característicos del trabajo previo de Tartakovsky, el genio que estuvo detrás de Las Chicas Superpoderosas y El Laboratorio de Dexter. Esta es su primera gran producción en pantalla grande y es una pena que sea –hasta ahora- su obra más llamativa y, al mismo tiempo, la menos personal. Viéndola sentí lo mismo que sentí hace casi quince años viendo Misión Imposible 2 de John Woo, esa sensación de que alguien te estafó, de que no puede ser que esta cosa tan correcta y plana la haya firmado el mismo tipo que alguna vez te hizo saltar de emoción.

Un extraño pie de página en esta sección debería ser El Arbol de la Vida, de Terrence Malick. La insistencia de algunos en que la película debía ser apreciada en pantalla grande –donde pude verla- reapareció meses después con El Hobbit, respecto a la cual muchos dijeron que debía verse en el flamante 3D pergeniado por sus realizadores. En ambos casos, la técnica (narrativa, digital) esconde una extraña ausencia de contenido o intención de concluir el relato. En El Hobbit, claro, hay un motivo comercial: se trata del primer episodio de una trilogía. En el filme de Malick se atisba otra cosa, un cansancio, el ejercicio repetitivo de un artista que nos presenta como película algo que de hecho parece ser el diario de viaje en imágenes de un director buscando otra película. La ruta tiene sus momentos de valor, que curiosamente son los menos vistosos, como los vagabundeos de los niños alrededor de casas desiertas. Pero aquí no están los alcances emotivos de El Nuevo Mundo o el impacto sensorial de La Delgada Línea Roja. Más bien recuerda al Fellini de los ’80 o al Tarkovski de Nostalgia: imponente, boquiabierto, pomposo, ombliguista. Nunca pensé que llegaría el día en que Malick estrenara una película olvidable, pero aquí está.

Ah, y Polanski con Carnage. Qué delicada. Qué bien hecha. Qué innecesaria.

 

MEJOR REINVENCIÓN: Skyfall. Por lejos. Elegante y trágica a niveles que la saga Bond no había alcanzado en las últimas décadas a excepción de Casino Royale. Pero lo más interesante –lo que le hace uno de los estrenos del año- es la audacia de tomar al personaje en la etapa actual y decir: se acabó, volvemos a fojas cero, reiniciamos la franquicia desde la semilla. De ahora en adelante aquí puede pasar cualquier cosa y eso (que a algunos les puede dar lo mismo) a mí me pareció glorioso. Lucas tuvo seis películas para intentar algo similar con Star Wars y jamás le dio el cuero.

 
MEJOR TIROTEO: Looper. Hay un momento donde Bruce Willis, que durante buena parte de la historia está en un tono más bien apagado y crepuscular, se harta de todo y se vuelve BRUCE WILLIS. No el BW de Sexto Sentido, sino el BW de los ’90, ese que tomaba un arma y no la soltaba hasta vaciar el cargador. El cine contemplativo es una gran cosa. Pero el cine entregado a su primordial apetito por la destrucción es maravilloso.

MOMENTO MÁS ESTÚPIDO: Cualquier dato de la intriga (o las intrigas) de El Caballero de la Noche Asciende. De verdad, cualquiera. Escojan uno. Por supuesto, el finalista de rigor acá tiene que ser Prometeo. La diferencia entre ambas películas, para mí, radica en que el desmadre lógico de Prometeo es entretenido e incluso deslumbrante. Mientras que el de Nolan primero desconcierta y muy pronto agota. Tal vez –una opinión al pasar- el abismo entre las dos provenga del hecho de que a Scott le interesan las imágenes y a Nolan los conceptos. Por supuesto, hay planos memorables en El Caballero de la Noche Asciende: están todos en el trailer y repetírselo es la mejor manera de empezar a olvidar la película.

MEJOR MOCHA: Protegiendo al Enemigo. Ryan Reynolds lleva a Denzel Washington a una casa de seguridad en medio de la nada. Habla con el encargado. De pronto, sin mediar mucha provocación, el encargado le ataca. Pelean con la energía que Denzel ya no tiene, pelean con la ambición sanguinaria de los novatos ansiosos de probar su valor. Se sacan la mugre de una forma gloriosa. Luego viene el desenlace y un par de escenas que cierran la historia, pero que no importan demasiado, porque el verdadero clímax de la aventura fue esa pelea y el momento en que el personaje de Ryan Reynolds entendió que tenía talento y vocación para un oficio que odia.

Finalistas no estrenados en cine: El sufrido policía de The Raid aturde, mutila y desgarra a una docena de patos malos en un pasillo cochambroso de un edificio mientras un compañero se desangra a dos metros. También, la pelea entre Scott Atkins y el plomero en el baño de un cuarto de motel en Universal Soldier: Day of Reckoning, una película que me encantaría ver en pantalla grande alguna vez.

MEJOR RESURRECCIÓN DE UN GÉNERO DE MIERDA: Battleship, de Peter Berg. Algunos podrán alabar el pomposo reciclaje que una porquería como Drive hace del policial ochentero.  A mí el trabajo de salvataje que esta cinta hace del viejo –antediluviano- cine de guerra náutica me parece mucho más agudo y conectado con el mundo fuera de la pantalla. Es un producto ensamblado sin mucho arte, desde luego, pero su falta de novedad la compensa con un cariño real y kamikaze a los clichés más fachos del antiguo Hollywood de postguerra. Entonces eran japoneses, hoy día son aliens. Lo que importa es la peripecia y aquí la saben contar. Vista como superproducción de matiné, la simpleza de su anécdota le juega a favor. En ese sentido, me pareció harto mejor que Los Vengadores.
MEJOR DEBUT:Rupert Sanders, en Blanca Nieves y el Cazador. Por supuesto, el guión es absurdo. Por supuesto, sus héroes son de cartón y se mantienen así gracias al lamentable trabajo de Chris Hemsworth y Kristen Stewart. Sin embargo, fue una de las grandes películas del año para ver en cine, a toda pantalla y a todo color. Sanders viene de la publicidad y sus dotes para sacarle punta al efecto digital y a la atmósfera de cuento de hadas de la historia son muy destacables. La película será una porquería que el tiempo olvidará, pero Sanders es un nombre a tener en cuenta. En la red también se puede ver el magnífico spot que hizo para el juego Halo 3.

MEJOR REINVENCIÓN: The Amazing Spider-Man. Honestamente, esperaba que fuera horrenda. Me pareció, de hecho, bastante más digna que la primera Spìder-Man dirigida por Raimi. Deberían revisar esa y hacer la comparación antes de vociferar que la nueva es atroz. La nostalgia encierra casi siempre una trampa. Lo que nos lleva a…

 

 
…LOS REESTRENOS DEL AÑO: El Padrino, Titanic (3D), Caracortada y Casablanca. ¿Qué tienen en común estas cuatro películas, aparte de una larga y provechosa vida útil en el home video y el DVD? Me atrevo a decir que todas encierran alguna clase de engaño. El Padrino parece ser la historia de una familia, cuando en el fondo es la historia de un cargo, un puesto perfectamente representado por esa silla que ocupan Brando y Pacino y que alguna vez –en un futuro post-mortem- ocupará Andy García. Titanic pareciera ser un romance, cuando en el fondo es el relato de la aventurilla que una chica de clase alta tuvo con un flaite en el contexto de una tragedia marítima. Caracortada pretende ser la crítica extrema del exceso capitalista fuera de control cuando en el fondo está glorificándole. Y Casablanca, ya se ha dicho demasiado, tiene menos que ver con el romance heterosexual de Bergman con Bogart que con la fascinación que este último tiene con el guerrillero y con el policía, ambos dos fantasías primarias de cualquier niño que haya jugado con pistolas. De los cuatro retornos, el más importante es El Padrino: fue lindo ver a toda una generación de gamers encontrarse en pantalla grande con el filme que es el origen de numerosas premisas de videojuegos. Sin embargo, fue Casablanca la mejor experiencia personal. Aunque verla en sala sólo me haya servido para confirmar mi vieja sospecha de que hay una famosa escena entre los protagonistas que es, sin lugar a dudas, un momento post-coito.

LAS VI Y YA LAS ESTOY OLVIDANDO: Tin Tin (se estrenó el 2012 en Chile, aunque no lo parezca), Atrapada, No le Temas a la Oscuridad, Los Juegos del Hambre, Inmortales, Hombres de Negro 3, American Reunion, El Lórax, Sombras Tenebrosas, Resident Evil 5, El Diario de un Seductor, Entrega Inmediata, El Legado Bourne, Los Indestructibles 2.

ARTIFICIALMENTE INFLADA: Hugo, de Scorsese. La Vida es Bella en esteroides. Uno de los guiones más simplones que haya tenido una película de Scorsese, si es que no es derechamente el peor, el más artificial, el más tonto. El sentimentalismo del director –que siempre ha estado ahí, no nos engañemos- corrió desbocado en este mamarracho que hace lucir a Caballo de Guerra como un filme de Haneke. No hay que perderse buscando acá ecos redentores del viejo Scorsese: esta nostalgia machacona y tramposa no es un canto de amor al cine, sino un ejercicio minucioso a la hora de encajonarlo en un recuerdo tan despolitizado que llega a ser facho. Lumiére como un mago prodigioso desconectado de su entorno y su país: la Francia de Hugo tiene la textura de un parque temático y el lloriqueo gagá de un comercial de perfumes.

OTRAS INFLADAS: Moonrise Kingdom. Quienes se sintieron llamados a comprarse esta nueva venta de pomada envuelta en celofán de Wes Anderson deberían buscar una copia de Harold & Maude, de Hal Ashby. Está editada en DVD.

LOS MAMARRACHOS: La Cosa (el remake), Sherlock Holmes 2, 11-11-11, Esto es Guerra, Actividad Paranormal 4, Stefan vs Kramer, Psíquicos, Paseo de Oficina.

EL PATINAZO DEL AÑO: La figura del crítico (o el espectador) que dice “esto debió hacerse de tal manera” es deleznable, pero a veces, unas pocas veces, el error en pantalla es tan prístino que merece el comentario.
Michael Caine se sienta en la mesa de ese hermoso bar europeo. Le traen su copa. Luego mira. A un lugar detrás de la cámara, levemente a su derecha. Mira a un lugar donde ha esperado ver algo por mucho tiempo. Lo ve. Se registra en su cara. Ahora, si hay un puto actor en el puto universo capaz de transmitir ese momento y los matices que implica, es Michael Caine. Si hay un intérprete capaz de hacernos partícipes de la recompensa que recibe la última esperanza de un viejo que ya las ha perdido todas, si hay un actor con la experiencia, el método y la autoridad para elevar una simple sonrisa a una epifanía de todo lo que necesitamos saber, es el que está sentado en esa mesa.
Pero no. Tenemos que ver el contraplano. Tenemos que enterarnos de qué es lo que está viendo. La obviedad de la revelación nos tiene que golpear en la cabeza como el martillo romo de un carpintero novato. No hay nada más doloroso de ver que un director que no confía en sus actores. La película es un mal mueble armado con las maderas más nobles. Y lo innecesario de ese contraplano –la obviedad de lo que ya sabemos que estamos viendo- es un espléndido resumen de todo lo que salió mal.

LAS MEJORES:  El Espía (Tinker Tailor Soldier Spy), El Juego de la Fortuna, Skyfall, No, ¡Piratas! Una Loca Aventura, Looper, Ted, Prometeo, Shame, Agentes Secretos (Haywire).

 
MEJOR DOBLE ROMÁNTICO: Amigos con Hijos y Buscando un Amigo Para el Fin del Mundo. Ninguna de ellas es una película perfecta. Pero, en una época donde las historias de enamoramiento cómicas o dramáticas han alcanzado un grado de obviedad y producción en serie que las suele hacer infumables, estos dos títulos me llamaron la atención. El primero por ser una mirada de veras adulta al tema de cómo tu círculo de amistades influye en tus decisiones de vida. El segundo por tratarse de una fantasía amable, sencilla y sin trampas sobre la idea de que el romance surge en cualquier contexto. Incluso en mitad del apocalipsis.

MOMENTOS PARA RECORDAR:

-El diálogo entre un agente secreto convertido en profesor y un niño gordo ansioso de que alguien le diga que no es una basura. El Espía.

-La erótica, íntima, gloriosamente filmada pelea a mano limpia de Michael Fassbender y Gina Carano en Haywire.

-Jonah Hill aprende el lado más feo del negocio informándole a un jugador que ha sido vendido como una silla vieja a otro equipo. Brad Pitt pidiéndole a otro jugador que no se ponga los implementos. “¿Me vendieron?”, pregunta el crack. Pitt niega con la cabeza. Te vas para la casa. Se acabó. El equipo ya no te quiere. El Juego de la Fortuna.

-Un peluche mágicamente vivo pierde la magia en medio de un estadio desierto. Ted.

-Los bucaneros más crueles de los siete mares hacen sus respectivas entradas triunfales en un bar diminuto. ¡Piratas! Una Loca Aventura.

-Michael Fassbender, sentado en un vagón de metro, la mirada y el rumbo perdidos. Afuera, la gente corre. Era un final perfecto y es una lástima que la película se estire durante un par de secuencia que de verdad salían sobrando. Shame.

-La cesárea más cruda en la historia del cine comercial. Prometeo.

-Un niño que es algo más que un niño revela su verdadera naturaleza en un momento que parece sacado de las páginas más crueles del Akira de Otomo. Looper.

-El agente de la CIA que quiere rescatar a un grupo de funcionarios de su embajada pretendiendo que son parte de un equipo de rodaje, descubre los verdaderos maestros de la ilusión y la mentira en una lectura de guión de una película de mierda. Argo.

-El ejecutivo más alto (y supuestamente mejor preparado) de una empresa de valores le dice a un analista veinteañero que ha descubierto una crisis en desarrollo: “Explíquemelo como si fuera un niño de cinco años. O un perro”. Margin Call.

-Un avión pierde el control y un hombre que dos escenas atrás quería morir de pronto hace lo que puede, se ata como puede, para escapar a la muerte que de pronto es urgente, actual, aquí y ahora. The Grey.

-El puñetazo de un amante a otro. Mi Ultimo Round.

-La vieja va a comprar a un minimarket donde nadie la conoce. Vuelve caminando despacio. Sirve el desayuno para un hombre que sólo sigue vivo en su cabeza. La Dama de Hierro.

-Un beso que nace de un diálogo entre quienes se apenas se conocen, en mitad de la nada, en un paradero en mitad de los potreros. Verano.

MEJOR FRASE DEL AÑO: Peter Parker le informa al jefe de policía George Stacy que hay un lagarto gigante en Nueva York. Stacy (Denis Leary) le contesta con infinita paciencia: “Déjame preguntarte algo ¿me veo como el alcalde de Tokio?”

Finalistas:
Thor: “No tienes idea de con qué estás tratando”.
Iron Man: “Shakespeare in the park?”
(Los Vengadores)

“Entre los derechos que tengo que pagar, pierdo plata cada vez que tocan esa mierda de canción” (Vanilla Ice, en Ese es mi chico)

ENTRETENIDAS: REC 3, Killer Elite, Chronicle, Abraham Lincoln: Cazador de Vampiros, Protegiendo al Enemigo, La Mujer de Negro, Safe, Tower Heist, Inframundo 5, El Vengador del Futuro, Ese es mi chico, Joven y Alocada, Locos por los Votos, Get the Gringo, Dredd.

MEJOR PELICULA CHILENA: No, de Pablo Larraín. La crítica hacia el filme de quienes dicen que deposita todo el mérito del triunfo del plebiscito en la labor de los publicistas es muy extraña: que las movilizaciones callejeras y los pactos políticos no estén en primer plano no significa que no se aluda a ellos o se ignore su importancia. Lo que me gusta de No es la manera en que expone ese “triunfo” como lo que fue, la seducción del votante a través de las herramientas que eran esenciales al libre mercado impuesto por Pinochet. Desde luego, la presencia de la retórica publicitaria en la política chilena es previa a la dictadura. Pero pocas veces antes de 1988 hubo un choque tan brutal, público y abierto entre dos tipos de publicidad, dos maneras de entender al cliente y sus necesidades. En un sentido, No es esa comedia amarga que te hace reír con cosas que en el día a día te dan pena. En otro, más oscuro, como dijera Juan Pablo Vilches en el podcast de Civilcinema, es el relato de un crimen. Un delito cuya escena el protagonista abandona al final perdido, agobiado, sin rumbo.
Estas afirmaciones siempre envejecen mal, pero No es una película que sólo podría haberse hecho en Chile. En el Chile donde los opositores a un dictador le dan un puesto en el senado, en el Chile donde los más férreos defensores de ese dictador militan en un partido que tiene la palabra “demócrata” en su nombre, en el Chile donde a veces decimos no cuando queremos decir sí. Un amigo me dijo, a propósito de lo que escribí en La Tercera, que la película me gustaba por razones políticas y no cinematográficas y que eso anulaba mi opinión sobre ella. Creer que la política está separada de la vida y del cine como en una realidad paralela en la que no tenemos control ni opinión es una de las grandes herencias de Pinochet y es uno de los horrores nacionales que la película de Larraín expone sin alarde, pero también sin asco.

MEJOR PELÍCULA VISTA EN DVD: Empate entre God Bless America, de Bobcat Goldthwait y Universal Soldier: Day of Reckoning, de John Hyams. Goldthwait –a quien muchos conocen en Chile por su rol de Zed en la serie Locademia de Policía- tiene una extraña y esporádica filmografía como director: apenas cinco largometrajes en veinte años. Como Albert Brooks, otro humorista con quien comparte su interés por el cruce entre la humillación personal y la hipocresía del grupo, Goldthwait parece dispuesto a filmar sólo cuando tiene algo urgente por decir. Es el caso de God Bless America, una comedia cuyo argumento sobre un oficinista blanco embarcado en una cruzada homicida recuerda en algo a Un Día de Furia. También tiene lazos con Super (2010), la ignorada comedia negra de James Gunn sobre un adulto empujado por una adolescente a vivir las fantasías psicopáticas propias de la infancia.
Pero donde God Bless America supera a la nostalgia fascistoide de Un Día de Furia (esa nostalgia selectiva por una Norteamérica mejor, es decir, sin inmigrantes, ni pobres ni criminales) es también el mismo punto donde se aleja de los guiños de género de Super. El protagonista del filme de Goldthwait no tiene las esperanzas ni las utopías individuales de Michael Douglas o Rainn Wilson en las otras películas. Su vida está acabada, los límites de su proyecto son claros y el único final posible es la inmolación frente a las cámaras de un set televisivo. Luis García Berlanga comentó alguna vez que la sátira es un drama en el que las acciones de los personajes no te dan tiempo a llorar. God Bless America es una de las mejores comedias negras que he visto en mucho tiempo y también es una mirada seria, concentrada y trágica al presente de un país donde los conflictos son leídos como problemas, los problemas exigen soluciones y la solución suele encarnarse en un personaje capaz de ejercer violencia. La simpatía que el pistolero de Goldthwait despierta en algunos de los secundarios de la película –y en nosotros mismos- no se aleja mucho de la manera en que leemos y disfrutamos un filme de Nolan sobre Batman o un western de Tarantino sobre la esclavitud. Enfrentados a esa visión de túnel (que Goldthwait asume, pero que luego rechaza), no es raro que muchos comentaristas gringos hayan pasado por alto que la alabada Zero Dark Thirty –otra fantasía vengadora disfrazada de castigo merecido- narra la cacería de Osama Bin Laden inventando agentes de la CIA que se mueven con la misma ceguera moral y obsesión corporativa que la generación de cineastas como Goldthwait sólo reservaban para los asesinos en serie.
Universal Soldier: Day of Reckoning es una película valiosa por muchas razones, entre las cuales por supuesto está su asombrosa capacidad de engañar nuestras expectativas sobre su historia. Es el segundo acercamiento a la serie Soldado Universal que hace el director John Hyams, quizás el nombre más interesante que haya surgido en el cine de acción en mucho tiempo. Lo que Hyams ha logrado con Regeneration y Day of Reckoning, sus dos películas sobre comandos resucitados, es tomar un material que estaba literalmente en la basura y usarlo como punto de partida en una reflexión meditada (y muy cinéfila) sobre la violencia contra el cuerpo en pantalla y los actores que encarnan esos cuerpos dañados y golpeados.
La secuencia inicial de Universal Soldier DOR, con su juego en el punto de vista y su cruel vuelta de tuerca al inicio del Manhunter de Michael Mann ya merece un lugar en los recuentos. Pero la aventura posterior, con la utilización de partes descartadas de Robocop, Blade Runner y Apocalipsis Ahora, es en sí un monstruo resucitado a partir de material de desecho. Es un cine B armado sobre el detrito, el margen, el sitio baldío y los no-lugares urbanos que siempre han sido patrimonio del viejo y querido cine de artes marciales Golan-Globus: moteles anónimos, departamentos de un ambiente, escalinatas de incendios, casuchas en medio del bosque. Sería excesivo conectar el amor carnicero de Hyams por la autodestrucción con la moral bíblica de Goldthwait. Sin embargo, en su ferocidad como narradores y en su rechazo a florituras o concesiones secundarias, Hyams y Goldthwait parecen filmar como si estuvieran a un paso del cajón: un cine comatoso, un cine muerto y caminando, un cine demasiado cercano a la extinción como para detenerse en narrar algo que no sea esencial.

MEJOR PELICULA DEL AÑO EN CUALQUIER FORMATO: El Espía (Tinker Tailor Soldier Spy). Fue descorazonador ver a críticos cuyo deporte es quejarse del cine obvio y ramplón de Hollywood aparecer diciendo que esta obra maestra era difícil de entender. No lo es, al menos para cualquier espectador atento. Lo que sí es cierto es que este drama de diálogos y escenas de interior es una de las películas visualmente más densas que recuerde. La información que está en los bordes de la imagen (o la escena) suele contradecir la que está en el centro, lo que es coherente con el mundo de traiciones verbales y falsos culpables que presenta la historia. Ordenada en torno a las pesquisas de un viejo espía a la caza de un doble agente en el corazón del servicio secreto inglés, tiene momentos sublimes y otros que son pura acción, mental y física. La secuencia final, orquestada alrededor de la canción La Mer, baraja escenas de una fiesta de oficina con la resolución de todos los nudos narrativos, incluyendo aquellos que apenas sospechamos, esas revelaciones que aparecen un minuto antes que la película acabe. Un doble agente que es despachado sin pompa pero con mucha circunstancia, un intercambio de miradas entre verdugo y ejecutado que tal vez sólo existe en el montaje, un empleado de la Corona que recibe su premio, un servicio que es reestructurado desde sus cimientos, un mundo que permanece opaco ante nuestros ojos, pero que sin embargo ha sido destripado a niveles inéditos en comparación con los otros estrenos del año. El director Tomas Alfredson había entregado con Let the Right One In la mejor película de vampiros de nuestra generación. Aquí produce otra maravilla: una historia donde el destino político de un país se decide entre cinco o seis personajes y donde la tragedia de amores que se pierden y lealtades que se esfuman luce ridícula y épica a la vez.

espia



Magic Mike, de Steven Soderbergh

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Como otros estrenos de la temporada, (El Lado Bueno de las Cosas, El Vuelo) esta película se ambienta en un Estados Unidos donde la crisis económica parece ya no ser una etapa, sino un elemento estable del paisaje. En Magic Mike todos tienen dos trabajos, la gente duerme en el sofá de sus parientes sin que nadie pregunte nada y tomarte una Coca-Cola extra del refrigerador puede hacer que te despidan.

 
Mike (Channing Tatum) es la estrella de un club de strippers masculinos de Tampa. Sabe cómo seducir a las damas, cómo lidiar con el dueño del local (Matthew McConaughey en una de las actuaciones de su vida) e incluso tiene tiempo para adoptar a un chico que resulta ser un talento en bruto. Soderbergh podría haber aprovechado el ángulo sórdido de la historia e incluso usar el tema del juego sexual pagado como una metáfora del país al estilo Boogie Nights. Pero lo que hace tiene la simpleza del maestro que ya no necesita probarnos nada.

 
Magic Mike es una historia basada en la observación del proceso tras bambalinas. Es una fábula de espectáculo donde el show parodia o refleja la vida fuera del escenario, como lo hiciera Cabaret, de Bob Fosse. Sin embargo, también es un filme grácil, movedizo, veraniego y relajado. El daño que el concepto de “impacto sensorial” le ha hecho al cine de Hollywood es terrible, porque ha dejado poco espacio para apreciar trabajos de modulación y sutileza como el que ofrece esta película.

 
Y lo hermoso es que esos juegos de luz, sonido y montaje están al servicio no del shock, sino de la agilidad y la fluidez. Magic Mike dura 110 minutos que se pasan volando, entre los cuales hay al menos dos o tres grandes secuencias dignas del mejor cine norteamericano de los ’70. Y Soderbergh, que no es tonto, sabe que su película revive la atmósfera de esos años: la resaca descreída post-Watergate, justo antes del auge del blockbuster familiar.

 

Ningún otro cineasta norteamericano actual consigue momentos como la quieta mirada que Brooke (Cody Horn) le echa a Mike durante su acto o el número con el que McConaughey se despide del escenario cual personaje de Wagner. Grandes momentos. Gran cine.

 

(Publicado originalmente en La Tercera, 7 de febrero 2013)


Agualuna

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Creo en el padre y en el hombre

Pero no creo en instagram

En las redes sobreviven

Las putingas con iPad

Por qué, por qué

Hay una niña que hoy empieza

Con guatones a chatear

Por qué, por qué

Desde el firewall la vigila

Una cookie de Wal-mart aaah, aaah.

Por qué a tuiter se lo juegan

Como en mesa de billar

Unos temprano, otros de noche

Nadie quiere la mitad.

Por qué, por qué

Y en qué red nos quedaremos

Cuando llegue el final

Por qué, por qué

Entrate Yoani que allá afuera

El paywall va a llegar aaah aaah.

Un ingeniero llamado Steve Jobs

viajó del Atari al pod

Un community manager que ayer jubiló

Se sienta en la plaza

Su iphone se apaga

Del frente lo mira un zorrón.

En la mitad de mi timeline

Hoy me pongo a stalkear

Por qué, por qué

La diferencia es tan grande

Entre un trending y un hashtag

Por qué, por qué

Allá en lo alto está dijeando

El valiente Rosenzvaig

Por qué, por qué

Más abajo un sponsor

Busca influyentes pa coimear aaah, aaah.

Creo en el padre y en el hombre

Pero más creo en Linkedin

Por qué, por qué

En internet hay un horizonte

Que comienza en el cahuín

Por qué, por qué

Allá en tu mail hay una peuca

Que hoy empieza a instagramear

Por qué, por qué

Porque la noche se hace corta

Cuando aún quiero stalkear, aaah aaah


Amor, de Michael Haneke

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La Cinta Blanca, el anterior filme de Haneke, terminaba con un plano general registrado desde el púlpito de una iglesia. Era la mirada distante y feroz de un cineasta que actuaba más como un profeta que como un narrador, lo que tal vez influyó en que el impacto general de esa historia fuera mucho menos efectivo que otros de sus trabajos.

Amor trae de vuelta al Michael Haneke de Cache y de Código Desconocido, esas dos obras maestras sobre la relación entre grupo social y afectos íntimos. Es una historia muy simple y muy cotidiana: George y Anne son dos profesores jubilados ya octogenarios, que viven en un tranquilo y elegante departamento en París. Una mañana, ella tiene unos minutos de ausencia mental. Luego sobreviene un ataque que paraliza la mitad de su cuerpo y que socava su memoria y personalidad. En contra de la opinión de otros, George decide no enviarla a un asilo y cuidarla en casa.

Amor es una película magnífica, armada sobre la clase de momentos y gestos que Haneke captura sin exceso, sin énfasis absurdos, sin pista musical y casi de reojo. Por ejemplo: la sonrisa que pretende ser sabia y amable de Anne frente al horror del ex alumno que la visita y que nota su deterioro. O la progresiva invasión de la intimidad de su cuerpo, primero por enfermeras y luego por su marido.

Haneke –desde el thriller en Funny Games hasta el drama coral en Código Desconocido- ha tenido en su carrera una manera muy oblicua de acercarse a las estructuras narrativas, industriales o no. El caso de Amor es asombroso: esta historia mínima contiene elementos de drama, humor negro, romance e incluso una secuencia de terror onírico que envidiaría Wes Craven.

Se suele confundir el tono seco y austero de Haneke con frialdad o ausencia de empatía con sus personajes. Al revés: su respeto por ellos, su permanente necesidad de darles zonas de libertad que no tendrían con otros directores, suele elevar su trabajo a cumbres de emoción que pocos visitan en estos días. Junto con The Master, Amor es la mejor película que ofrece hoy la cartelera local.

 

 

(Publicado originalmente en La Tercera, 28 febrero 2013)


The Master, de Paul Thomas Anderson

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“Yo a la verdad os bautizo en agua para arrepentimiento; pero el que viene tras de mí, cuyo calzado yo no soy digno de llevar, es más poderoso que yo; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego”.

Mateo 3:11

 

 

 

“Haré a este continente indisoluble, forjaré la raza más espléndida que el sol haya jamás iluminado, haré divinas tierras magnéticas”.

Walt Whitman

 

 

 

Estamos en 1950 y Freddie Quell (Joaquin Phoenix) tiene alrededor de treinta años, a juzgar por su aspecto. Sabemos que sirvió en la marina estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial, lo que significa que presenció algunos eventos relacionados con el conflicto bélico clave del siglo XX. Pero además, Quell pertenece a una generación que nació poco después de la primera guerra mundial que conociera la historia. Una generación que presenció el nacimiento del cine sonoro, la masificación del teléfono y los vuelos comerciales, las primeras transmisiones televisivas, la aparición de la Unión Soviética, el final del imperio británico, los campos de exterminio nazi, el auge del psicoanálisis y la detonación de dos bombas atómicas.

Si Quell logra vivir hasta los cincuenta años –algo difícil de creer, si se toma en cuenta su adicción al alcohol- alcanzará a conocer el technicolor, la primera era dorada de la televisión, la revolución cubana, la píldora anticonceptiva, el rock and roll, el asesinato de Kennedy, la guerra de Vietnam, la lucha por los derechos civiles, el Concilio Vaticano II y la llegada del hombre a la Luna.

Quell pertenece a uno de los grupos humanos que experimentó algunas de las alteraciones más brutales en la historia respecto a la percepción del mundo y de la propia identidad, no sólo individual, sino además nacional. Y The Master, la película donde Quell es uno de los polos de atracción y rechazo, transcurre justo en la mitad del siglo, en los años dorados donde por un tiempo las posibilidades para la bondad y la maldad extremas, para crear, destruir y reinventar el país y el universo parecieron infinitas.

La primera imagen de la película es una superficie oceánica que puede ser la estela de la popa de un barco de guerra o un trozo de mar en medio de la nada. Puede ser parte del viaje de Quell y sus compañeros de vuelta a casa tras el fin del conflicto o puede estar sucediendo sólo en la imaginación del personaje.

Mientras el general MacArthur habla en una transmisión radial (una de las dos voces grabadas que escuchamos en la película) sobre el deseo de que el fin de la guerra abra una nueva era de paz, Quell y sus compañeros abren las entrañas de un torpedo para usar el combustible como parte de un brebaje alcohólico. Las borracheras de Quell no son simples parrandas: sin transición, lo vemos despertar de la inconsciencia en la punta de una de las estructuras del barco, a decenas de metros de la cubierta.

El daño interno que Freddie Quell acarrea es para sus superiores uno de los tantos casos de trauma bélico con los que tienen que lidiar tras el fin del conflicto. La era de paz deseada por MacArthur está fracturada desde sus inicios y son los propios hombres que pelearon por conseguirla quienes están llevando el virus de vuelta a la madre patria.

The Master avanza en base a una curiosa y oblicua manera de frustrar nuestras expectativas. Creemos al principio que esta es la historia de Quell, pero el drama de redención atisbado al principio colapsa luego de dos intentos del personaje por asimilarse a la vida civil. El primero es trabajando como fotógrafo en una tienda comercial, donde le toca registrar las postales idealizadas de la Familia Americana. Los hermanos. Las parejas felices. El hombre de negocios.

 

El trabajo de Quell es cosmético y esclavizante a la vez, como también lo es la curiosa actividad de la chica con la que inicia un romance, la maniquí viviente que se pasea por la tienda envuelta en un costoso abrigo de piel que ofrece a los clientes como quien reparte folletos. Quell hará algo similiar –en una película donde cada actividad normal parece tener un equivalente en el mundo seudorreligioso de la Causa- mucho después, cuando intente despertar el interés de los transeúntes en un movimiento en el cual ya está dejando de creer.

Freddie abandona los retratos familiares de la misma manera que luego abandona el trabajo rural de cosecha y acopio: a la carrera, huyendo por su vida, confundido y molesto por un mundo que no tolera ni su adicción ni su líbido.

La forma en que Freddie se encuentra con Lancaster Dodd (Phillip Seymour Hoffman) es muy significativa con respecto a la relación que ambos tendrán en el resto de la historia. Freddie camina, perdido y solo, por un muelle y es atraído por las luces y la música de un magnífico barco anclado a unos cientos de metros. Hay una fiesta en curso, alcanzamos a ver entre los asistentes a Dodd, bailando con una mujer. Móvil en lo móvil, a bordo de un transporte que flota en el agua, pero siempre en control: Dodd es todo lo que Freddie no es.

La relación de Freddie con Lancaster es el resto de la película, desde la primera conversación donde acuerdan que Freddie preparará sus extraños cocteles para el maestro, hasta el encuentro final del otro lado del Atlántico, donde uno de ellos recordará una vida pasada y el otro atisbará la posibilidad de una verdadera vida futura.

Es natural asumir que el maestro del título es Dodd. Es el hombre que tiene un discurso sobre la época y el mundo que le ha tocado vivir. Es el escritor que fascina a sus seguidores con canciones, anécdotas y teorías desopilantes sobre dramas intergalácticos milenarios que tienen a nuestras almas de protagonistas.

Además, Dodd es el hombre capaz de liderar un grupo, de ofrecer a los burgueses perdidos, asustados y deseosos de trascender una nueva fe en un momento en que la vieja religión está batiéndose en retirada. Dodd insiste en que su movimiento (la Causa) no es una secta, ya que se basa en estudios y experimentos de docenas de voluntarios, pero lo cierto es que el factor aglutinante de su grupo no son los datos, sino la prédica y no son las ideas, sino la retórica.

“Combatimos contra el día y ganamos”, dice la noche del matrimonio de su hija, a la cual –como un viejo profeta de las arenas- casa personalmente con un hombre quien luego se referirá a él como “padre”. Dodd no es un charlatán. O, al menos, no es más charlatán que un obispo o un pastor. Dodd es el fundador de una fe que (como muchas otras religiones incipientes) echa mano de los recursos disponibles –la seudociencia, la seudopsicología, las fiestas musicales- para seducir al incrédulo, cautivar a la solterona y doblegar al sentido común.

No, Dodd no es un charlatán. Pero no es un maestro. Carece de la disciplina para darle coherencia a sus enseñanzas y, lo más importante, carece de pruebas tangibles para desmarcar su movimiento del más triste truco de feria. Por eso su fascinación con Freddie Quell puede tener contornos homoeróticos, pero tiene más que ver con la apreciación científica que con el deseo sexual. Freddie es el sujeto de experimentación más promisorio que Dodd llega a encontrar, el hombre más llano y conectado con su lado bestial en toda su horda de seguidores. Freddie es el discípulo más querido del evangelio: la encarnación que prueba que las enseñanzas del maestro pueden cambiar la vida de un ser humano.

Dodd lo dice explícitamente durante una cena con su familia. Si fracasan mejorando a Freddie, fracasarán en todo lo demás. Freddie es el único personaje en el filme a quien vemos someterse al “procesamiento”, el interrogatorio desarrollado por Dodd que se asemeja al mismo tiempo a una terapia y a una sesión de tortura.

Freddie falla en el procesamiento. Falla a la hora de controlar su carácter, su adicción al alcohol, su visión volátil y móvil del mundo y sus deseos. Falla también en conservar a la única mujer que parece importarle, una adolescente con la que tiene la escena más incómoda y extraña de esta, una película que abunda en momentos desconcertantes o perturbadores.

Narrativamente, The Master aparece, zigzaguea, explota y luego se apaga. Es natural que muchos espectadores lleguen al final pensando que vieron un trabajo que abunda en detalles valiosos (la fotografía, las actuaciones, la reconstrucción de época) pero que no se decide a contar una historia.

Mejor dicho, que no se decide a emitir un veredicto sobre la historia que cuenta. De todos los filmes de Anderson, desde Hard Eight hasta Petróleo Sangriento, The Master es el más elusivo, el más difícil de definir o de rastrear. ¿De dónde vienen las alusiones a una Norteamérica publicitaria que necesita ser boicoteada? ¿Qué sentido tiene la frecuente conexión que se establece entre las teorías de Dodd y las pociones alcohólicas que fabrica Quell? ¿Cuáles son los límites del fanatismo de la mujer de Dodd, la creyente capaz de una fe ciega que no tienen ni su esposo ni su discípulo más amado? ¿Es esta una parábola sobre la invención del Estados Unidos actual, es una resurrección del viejo gran cine psicológico de los ’50, tenemos aquí la mejor reescritura del estilo y los temas de las obras maestras de Nicholas Ray?

Creo que el problema viene del título. The Master no es la historia de Lancaster Dodd, no sólo porque él no es el verdadero maestro, sino también porque de los tres personajes principales, Dodd es quien menos evoluciona a lo largo de la historia.

Hacia el principio del último segmento de la película, Freddie Quell está durmiendo en un cine donde parece ser el único espectador. No vemos la pantalla, pero el audio nos informa que están proyectando un corto infantil. Un portero del cine aparece con un teléfono de la nada. Quell responde. Dodd le habla desde Inglaterra. Le pide que viaje a verlo, le dice que recordó de dónde se conocían. Corte.

Quell llega al enorme edificio –una especie de colegio- donde la Causa ha montado su nueva base de operaciones en el Viejo Mundo. Como los peregrinos del Mayflower, los creyentes en Dodd llevan su hogar y su nación donde quiera que van. De hecho, es interesante notar que Dodd y su familia parecen no tener hogar. Los vemos primero en el barco (que es prestado), luego en un hotel, más tarde en la casa de una fervorosa creyente (Laura Dern), después en una casa que puede o no ser su hogar como también una escuela de la Causa y, al final, en ese edificio en Inglaterra que parece sacado de las novelas de Jane Austen.

Quell entra a la nueva oficina de Lancaster Dodd, un espacio gigantesco que parece ser al mismo tiempo sala de clases, salón de discursos, despacho de trabajo y púlpito de la religión que el líder de la Causa ha fundado en su cabeza. Es un espacio cinematográfico similar a los que inventara Kubrick en algunas de sus películas: el comedor con la enorme pintura bajo la cual un padre sufría la enfermedad de su hijo en Barry Lyndon, el salón del Overlook que tenía como centro la máquina de escribir de Jack Torrance en El Resplandor y (sobre todo) la cavernosa sala de billar de Sidney Pollack en Ojos Bien Cerrados. El lugar cuyo espacio infinito refleja la megalomanía del dueño.

Freddie Quell y Lancaster Dodd hablan, sus cabezas recortadas contra las líneas intersectas del enorme ventanal que recuerda las otras líneas intersectadas –oblicuas- que había detrás de Freddie durante su primer encuentro con el maestro.

Entonces todo entre ellos era ambiguo, torcido y plagado de posibilidades. Ahora ya no queda nada del antiguo potencial entre ambos. Todo lo que resta de su diálogo es confirmar que la relación se acabó y que alumno y tutor ya no pueden seguir juntos.

Simplemente no pudiste tomar el camino derecho, le dice a Freddie la mujer del maestro, sentada a su izquierda como María Magdalena. Puedo tomar fotografías, dice él. No necesitamos fotografías, dice ella. Esto no es una moda, es algo que se hace para siempre o no se hace.

Freddie ha cruzado el mar siguiendo un teléfono que sólo sonó en su cabeza o tal vez en un sueño. Como la lluvia de ranas de Magnolia o el sangriento asalto que deja caer en las manos de Don Cheadle un montón de dinero en Boogie Nights, la convocatoria del maestro puede leerse como una simple casualidad o un evento genuinamente milagroso. Si la entendemos de la segunda manera, podría decirse que Freddie Quell es de veras el discípulo más importante y exitoso que jamás ha tenido la Causa. Es el único individuo con quien las teorías de Dodd han tenido algún éxito y es el único –además- que ha sido capaz de desafiarlas y ver lo frágiles que son.

Dodd puede de veras desear la compañía e incluso la sumisión de Freddie, tanto como para cantarle a capella una canción romántica que habla de irse a China juntos en un bote. Pero ya no tiene que ofrecer. Consciente o no, el hombre que ha inventado una secta sobre la idea de vidas pasadas y escarbar en el origen, ha llevado su fe de vuelta a la tierra de los hombres que cruzaron el mar para fundar su país. Sin embargo, en ese momento, cuando su control sobre la Causa parece más fuerte y afianzado que nunca, cuando tiene los recursos, el territorio (y la oficina) necesarios para de verdad crear una religión, Dodd es incapaz de retener al acólito que más le importa.

Tal vez Freddie Quell y Lancaster Dodd se conocieron en otra vida, organizando palomas mensajeras en un París sitiado en mitad del invierno más crudo de la historia. Tal vez ambos forman parte de un drama intergaláctico que se extiende por millones de años y que incluye de alguna forma a las estrellas y al universo completo. Pero Freddie ya sabe todo lo que su tutor puede enseñarle.

Vemos a Quell conociendo a una mujer en un pub. Lo vemos teniendo sexo con ella, haciéndole las preguntas del procesamiento que alguna vez le hicieron a él. Lo vemos –en algo que puede ser un flashback- abrazado a la mujer de arena que aparecía al inicio de la película. Y entonces se acaba.

Dodd no es un maestro. Freddie tampoco. Pero lo será. Creo que la película es la prehistoria de un maestro, en el mismo sentido en que lo sería una imposible, inconcebible biografía sobre la vida de Jesús entre los doce y los treinta años de edad. Sabemos a partir de los evangelios que Jesús aceptaba y convivía con gentiles, prostitutas, enfermos y pecadores de distinta laya. No es difícil suponer que en algún momento de su existencia anterior a las prédicas conoció de primera mano los pecados que luego estuvo dispuesto a perdonar.

Freddie Quell es imperfecto y violento. Su encuentro con la Causa sólo le ha servido para entender que jamás servirá a un patrón, a un tutor o incluso a un dios. Sus preguntas tal vez nunca tendrán respuestas y su existencia fracturada tal vez nunca se vuelva específicamente una metáfora de la época y el país en el que le tocó vivir. Pero Quell no es un perdedor o una bala loca. Es, de hecho, el personaje más humano y cuerdo de The Master, la criatura más viva en el circo montado por Dodd y el único de todos los protagonistas que está dispuesto a la reinvención y a una nueva vida. En una Norteamérica donde incluso las ideas supuestamente libertarias de Lancaster Dodd sólo pueden sobrevivir protegidas por el dinero de los burgueses y la disciplina de creyentes fanáticos como su esposa, en una Norteamérica donde la herencia agobiante del cristianismo se ha esparcido como un virus por todos los estamentos de la vida pública y privada, en una Norteamérica que se fundó como una promesa y ha crecido hasta representar un ejemplo claro de la pesadilla que es la felicidad por decreto, Quell rechaza todo para buscar dos cosas: la satisfacción bruta e instantánea del sexo y el embotamiento del alcohol.

En un hermoso texto sobre el uso del zoom en el cine, el crítico estadounidense Chris Fujiwara citó esta frase de Pascal: “Por el espacio inmenso, el universo me envuelve. Pero mediante el pensamiento, yo lo envuelvo a él”. The Master es una película impresionante, entre otras cosas, por la forma en que hace visible la abstracción de ese concepto. Es probable que los primeros que intuyeran la contradicción enunciada por Pascal fueran sacerdotes y profetas, hombres dedicados a inventar religiones de carne y sangre en un mundo previo a la invención de las liturgias y los reglamentos. Freddie Quell –ciudadano, ex soldado, solitario, enfermo, adicto- es el último pagano. Freddie Quell es el maestro de una religión que sólo existe en su mente, una certeza visceral capaz de envolver el universo y desenterrar la fe de nuestros padres en el suelo regado con sangre de los espacios abiertos del Nuevo Mundo. Su figura podrá parecernos digna de horror, pero jamás de desprecio.


El sur y el verano

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La primera semana de enero del 2009 yo estaba en Temuco, visitando a mis padres en sus respectivas casas y sin muchos planes para el resto de las vacaciones. Fue en ese momento de debilidad, esa pausa en el criterio que a veces producen el exceso de calor y la falta de horarios, que mi viejo me convenció de irnos los dos por el día a Puerto Saavedra.

Puerto Saavedra es un pueblo costero a unos cien kilómetros de Temuco. Yo viví ahí de chico, a fines de los ’80 y luego volví regularmente a visitar a mi mamá y a mis hermanos durante los veranos, hasta que se mudaron a otra ciudad y ya no tuve razones ni ganas para volver.

Entiendo que hay muchas fantasías y buenos recuerdos turísticos asociados con el encanto de los pueblitos sureños. Es sólo que yo no tengo ninguno de esos recuerdos y la única cosa que extraño de Puerto Saavedra es el mar y esa sensación de mirar el cielo y sentir que estás en el borde de la gran tapa de olla que cubre a Chile.

Le dije a mi viejo que cruzáramos el pueblo sin detenernos hasta llegar directo a la playa y aceptó. Viajamos desde Temuco por el camino recién asfaltado, cruzamos el puente de Carahue y, después de un largo trecho de colinas y potreros entramos al pueblo doblando en la ancha curva que en invierno siempre se llenaba de agua y que ahora relucía blanca bajo el sol.

Aceleramos por la calle principal en el auto viejo y chico mientras él hacía los típicos comentarios del turista senior: mira, tienen antenas de tevecable, mira, la iglesia está igual, mira, ese niño tan chico y manejando esa yunta de bueyes tan grandes, mira, ese tractor tan viejo, mira ese cabro con las ristras de pescados.

Mira, le dije yo, en esa esquina unos compañeros de curso me patearon en el suelo en séptimo básico.

Dónde estaba yo en esa época, dijo él.

En Lautaro. Dije yo.

Aceleramos. Era una mañana de verano y en esos momentos Puerto Saavedra luce radiante, acogedor, festivo. No se parece mucho al purgatorio lluvioso de los meses de invierno.

Me gustaría venirme a vivir a una parcelita en la playa cuando jubilemos con mi mujer, dijo él un rato después. ¿Me vendrías a ver si viviera acá?

No, pero te mandaría novelas de pillitos en el bus de las diez, le dije.

Acá debe haber alguna librería, dijo él.

No, dije yo, no hay.

Pasamos por fuera de la casa donde mi mamá vivió hasta el 97 y que tenía un minimarket en el primer piso y una casita anexa que le arrendábamos a un matrimonio de Testigos de Jehová muy pobres y muy felices. Pasamos por la plaza donde una vez vi bajar de un helicóptero a Belisario Velasco, quien andaba fiscalizando las ayudas de alguna emergencia regional. Pasamos por afuera de los bares, las schoperías, las fuentes de soda, los depósitos de vino, la extensa y siempre saludable red de distribución del único negocio que jamás pierde clientes en el sur.

Almorzamos en la caleta, a medio camino entre el pueblo y la playa. Me encontré de reojo con gente que conocía desde chico y nadie saludó a nadie.

Llegamos al mar y estacionamos a unos veinte metros del agua. Le mostré a mi viejo el primer lugar donde viví en Puerto Saavedra, una planicie al lado de las dunas donde mi mamá y su pareja de entonces construyeron una cabaña de madera barata que funcionó como minimarket y chalet de veraneo familiar durante los primeros meses de 1986.

Dónde estaba yo en esos tiempos, volvió a preguntarse él.

En Temuco, le dije.

No me acuerdo, dijo él, no me puedo acordar. Tomemos un whisky a ver si me viene la memoria.

Así que eso hicimos. Sacamos el termo con el hielo, la botella y los vasos plásticos y nos tomamos un whisky sentados en la arena sucia.

Mira, dijo él, hay una piedra blanca allá en las rocas.

No es una piedra, le dije, es un pedazo de lona.

Fuimos a ver. El caballo estaba tendido de lado, las patas plegadas. El agua lo había decolorado. Tenía los dientes al aire y las cuencas de los ojos vacías.

A lo mejor se cayó de algún barco, dijo él.

No, le expliqué, debe ser de alguien que venía cruzando entre los cerros y el mar hacia el lago Budi, de noche, curado, y se encontró con la marea alta y el agua se lo llevó.

Y dónde está el jinete, preguntó mi viejo.

A lo mejor ya lo encontraron, dije yo.

Tómame una foto con él, pidió mi viejo.

De ahí caminamos un rato pegados a los cerros, subiéndonos a las rocas cuando venía la marea y corriendo para llegar al siguiente trecho.

Así vamos a llegar al Budi, dije yo.

Sigamos, dijo él.

Nos sacamos las zapatillas y corrimos. En el último trecho, el agua nos pasaba la cintura. Sugerí que nos devolviéramos.

Está más helada que la mierda, dijo él, pero sigamos. Sigamos.

El último reborde era una punta amarilla que entraba al mar y que a mí siempre me había recordado el hocico de una locomotora. Agarrados de la mano, la bordeamos y pasamos hacia el Budi, donde todo era paz y sólo había una infinita playa desierta.

Qué bonito es este lado, dijo él, tomemos algo para calentar el cuerpo.

Dejamos todo en el auto, le dije yo.

Ando con una petaca, me dijo él.

Así que tomamos whisky de nuevo.

Caminamos por la orilla del Budi, que de verdad es un panorama magnífico: una enorme piscina de agua tibia y salada rodeada de verde.

¿Los indios querrán quedarse con todo esto? preguntó él.

No les digas indios, reclamé yo.

Pero si no hay ninguno escuchando, dijo él.

Le hicimos dedo a un camión con maderas y volvimos a Puerto Saavedra por el camino sinuoso de los cerros que los jinetes borrachos se intentaban ahorrar cruzando la marea en mitad de la noche.

El 86 yo tenía treinta años, dijo él, sentado entre los maderos, era más joven que tú ahora.

Sí, le dije, eras muy joven.

El camión nos dejó en la villa turística. Era plena temporada y estaba lleno de mochileros y viajes especiales. Tómame una foto al lado de ese bus, dijo él.

Pero si es un bus, le dije.

No importa, tómame una foto.

Se la tomé. Luego caminamos sin apuro bordeando los campings, la canchita de básquetbol, las discotecas, los flippers, las casetas de cemento crudo donde se instalaban los vendedores de confites. Todo estaba igual. En una villa turística las únicas cosas que realmente cambian son los carteles de helados y el color de los trajes de baño.

Me mostró con el dedo un lugar en las colinas. Ahí, me dijo, ahí está la casita de veraneo que tenemos con la Bernardita. Ahí nos queremos venir a vivir en un tiempo más.

Viejo, le dije, acá llueve de abril a diciembre.

A mí me gusta la lluvia, me dijo, se hace más vida de familia.

Llegamos al auto. Mira, me dijo, lo dejé abierto y no se robaron nada. En Temuco no se puede hacer eso.

Le dije que compráramos agua mineral porque tenía sed y me dijo que para qué, si teníamos whisky. Así que nos penqueamos de nuevo.

Muy borrachos, subimos al auto. Le pedí que se fuera despacio.

Me dijo: ¿No quieres que pasemos a ver a alguien, que paremos en alguna parte?

Le dije que no, que siguiéramos hasta Carahue.

A mí me gusta Puerto Saavedra, dijo él, muerto de la risa. Te lo regalo, le dije yo.

De vuelta en el pueblo, mientras esperábamos que cruzaran unos caballos y nos dejaran la ruta libre, mi viejo vio entre la maleza de un potrero los fierros oxidados de alguna caldera antigua y olvidada en el barro.

Qué será eso, me dijo. No tengo idea, le dije. Tenía el whisky entre los ojos y todo me daba vueltas.

Oiga, señor, le preguntó desde la ventanilla del auto a un mapuche muy anciano y muy encorvado que caminaba detrás de los caballos.

Mande, le dijo el hombre. Señor, disculpe, dijo mi viejo, ¿qué es esa caldera que está ahí botada?

El mapuche siguió el dedo de mi papá y le contestó: Aquí una vez hubo un maremoto. El agua se metió hasta adentro y se llevó todo.

 

(Publicado originalmente en The Clinic, febrero 2013)


El bono anti aborto

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Allamand no se sacó su bono de la manga. Pensar que todos los conflictos de los pobres se resuelven con plata y que la única manera de gobernarlos es a través del conductismo del bono y la beca es esencial a la derecha. No creen que el resto de la sociedad sea igual a ellos -que jamás le pondrían precio al aborto de una hija- y, aunque hayan entendido que tenemos derechos, la verdad es que en el fondo creen que no los merecemos y no sabemos qué hacer con ellos.


El Diario de Agustín en Youtube

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En los años 90, La Ultima Tentación de Cristo estaba prohibida en Chile por culpa de la iglesia. A nadie le parecía raro, los diputados lo encontraban de lo más normal y había una clase particular de ratas que te decían: “Oye, pero si esa película está pirateada EN TODAS PARTES, da lo mismo que la censuren”. Esas ratas son primos de los que hoy creen que porque el documental de Aguero sobre El Mercurio está en Youtube, poco menos que le “ganamos” a los que no la ponen en televisión. Es la misma actitud miope, boluda y en el fondo cobarde y ombliguista: “Yo ya la vi porque tengo banda ancha, el resto que se chupe el dedo y se aviven”. Las ratas disfrazadas de tipos listos son las peores.



Este síndrome debe tener algún nombre

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1. Te gusta un single del nuevo disco de una banda. 2. Te gusta otro single. 3. Te compras el disco y lo escuchas entero. 4. Al segundo día, esos dos singles ya como que te patean. 5. A la semana, hay un par de otras canciones que te empiezan a gustar. 6. Al mes, escuchas esas canciones todo el día. 7. Un año después, esas canciones las tienes en tu cabeza para siempre y de los singles apenas te acuerdas.


El Hombre de Acero

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Guardando las distancias del caso, a estas alturas del partido las adaptaciones de cómic de superhéroes al cine pueden ser vistas como montajes de ópera. Todos tenemos una idea de la historia, e incluso hay un grupo –minoritario o no- que conoce en detalle sus vericuetos. Por lo tanto, parte importante de la gracia de una nueva versión radica en su ingenio para navegar una ruta que los espectadores saben de antemano.

En el caso de una reinvención de Superman, hay dos aspectos a evaluar: qué tan sucinta será la secuencia de su origen en Kryptón y el paso por Kansas y qué tan interesante será el villano que se le opondrá a un héroe prácticamente invencible.

El director Zack Snyder (autor de mamarrachos babilónicos como 300, Watchmen y Sucker Punch) responde a esa doble duda de manera bastante ingeniosa: el tema del origen de Superman en Kryptón se extiende por toda la película y, de hecho, está conectado con una de las mejores cosas de esta nueva versión, que es el villano.

En Superman 2 (1980), el general Zod era un rebelde kryptoniano sin mucho cuento, disfrazado con una seudotúnica sacada de un video de Queen. Acá es un militar fanático y genocida interpretado por Michael Shannon con una autoridad muy por encima de las otras actuaciones de la película.

Un buen filme de superhéroes de cómic puede ser reencantado –incluso salvado- por un villano de lujo. De hecho, El Caballero de la Noche, la única gran película dirigida por Christopher Nolan (quien produjo El Hombre de Acero) lo fue gracias al trabajo de Heath Ledger. Shannon no consigue tal proeza acá, pero sí mantiene andando un guión que muy luego se desvía hacia el ruido y el desorden.

A la larga, Snyder comete el mismo error de Branagh con Thor y de Bryan Singer con los X-Men, como es creer que estas son historias sobre el poder absoluto, cuando en el fondo siempre han sido fábulas sobre la fragilidad personal. Si El Hombre de Acero interesa y entretiene es a pesar de sus estridentes secuencias de acción, y es en sus momentos de calma –como Kevin Costner hablando con su hijo a un costado de la camioneta- donde muestra algo parecido, al menos de lejos, al buen cine.

 

(Publicado el 13 de junio de 2013 en La Tercera)


Cosmópolis: La burbuja del capital

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Al igual que el protagonista de su último filme, el director Cronenberg está lleno de ideas, pero ninguna de ellas le sirve para encontrar un rumbo. Esta adaptación de una novela de Don DeLillo ambientada casi por entero dentro de la limosina de un joven millonario neoyorquino tiene montones de ideas, pero ningún plan.

Hay ideas en los diálogos –artificiosos a conciencia y, al parecer, tomados directamente del libro-, hay ideas en la puesta en escena e incluso hay abundancia de ideas en la música de Howard Shore. Pero ninguna de ellas cristaliza en un concepto cinematográfico o en algo más que una formidable inspiración para buscar y leer la novela. Fábula apocalíptica, sátira sobre el capitalismo y viaje del héroe hacia el fondo de la noche: Cosmópolis intenta varias rutas y las abandona todas. Lo que queda es la habitual precisión visual y el pesimismo del director sobre la sociedad. El guión enuncia la necesidad de la violencia bruta como la única respuesta a la violencia conceptual del sistema de clases, lo que es un concepto muy noble. Pero ni Cronenberg ni su esforzado elenco logran despegarlo del simple reino de las ideas.  Cita obligada para cinéfilos, es probable que este sea el filme más distante y extremo del director desde Videodrome, su profético alegato contra la fascinación tecnológica.

 

(Publicado en La Tercera, 20 de junio del 2013)


Tú y mi padre controlaban New Jersey

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Tony Soprano va a ver al viejo que peleó por quitarle el cargo, que trató de matarlo durante cinco temporadas, que lo odió y que fue el mejor amigo de su padre: Uncle Junior. Y el tipo está gagá y cuando Tony le dice “Tú y mi padre controlaban New Jersey”, el viejo senil le dice “¿En serio? Qué bonito”. Para mí, esta es la gran escena de la serie. Y el momento en que Tony -con lágrimas en los ojos- entiende que al final de todo está la decadencia, la muerte y la nada.


Guerra Mundial Z

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Un virus desconocido convierte a millones de personas en zombies rabiosos. Un investigador de la ONU (Brad Pitt) debe rastrear el origen de la peste, no sólo para salvar al mundo, sino además para garantizar la sobrevivencia de su propia familia.

La historia recuerda la estructura de un videojuego y, de hecho, la mayor parte de la película gira en torno a secuencias de acción en distintos puntos del globo (algunas bastante espectaculares), que Pitt sortea con más o menos ingenio.

Los zombies son a esta época lo que el asesino serial fue a los años ’80. Aluden a un trauma latente, que puede ser el caos de economías en picada, el colapso ecológico o la inestabilidad de un sistema global cada vez más interconectado. Acá están usados sin mucha poesía, pero con bastante ritmo. Como Star Trek: En la Oscuridad, Guerra Mundial Z es una superproducción cuyo veloz montaje hace olvidar sus enormes forados lógicos, al menos mientras dura la proyección. Su único gran problema resulta ser, paradójicamente, su actor principal: Brad Pitt puede interpretar al galán, al psicópata y al chico lindo de comedia. Por alguna razón, no funciona como héroe de acción o liderando un drama a gran escala. Uno no puede sino imaginar el peso que habrían agregado a este personaje tipos como Russell Crowe o Christian Bale y, de hecho, es irónico que una figura secundaria y casi sin diálogos (la soldado israelí interpretada por la carismática Daniella Kertesz) resulte muchísimo más interesante de seguir.

A la luz de Contagio, un estreno del año pasado que daba un frío y adulto retrato del colapso que provocaría un virus global, hay que decir que en esta historia sobran explosiones y multitudes y faltan sutilezas: como 2012 y Soy Leyenda, Guerra Mundial Z es otro megadrama apocalíptico que sacrifica su potencial en aras de un resultado amistoso para casi toda la familia. De hecho, más inverosímil que una epidemia zombie capaz de arrasar medio planeta es la idea de que en tamaña emergencia una organización de tan poco peso específico como la ONU sería capaz de mantener el liderazgo. O incluso algún tipo de jerarquía.

 

(Publicado originalmente en La Tercera, 27 junio de 2013)


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