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Cosas que envejecieron mal de Rayuela

 

  1. Cuando Cortázar se burla de los burgueses como el hermano que le paga la vida al snob inútil cesante de Oliveira.
  2. Cuando se las da de choro de las pampas con las sesiones de sexo que se manda con la mina.
  3. Cuando se las da de choro de las pampas con las otras minas que le seguían el pico a Oliveira.
  4. Cuando insiste en que la Maga es chora no por las razones que ella cree, sino por las que sólo el tipo puede ver.
  5. Cuando se pone a name-droppear lugares de París como si no le fuéramos a creer que vivió allí.
  6. Cuando anuncia la moral Amelié en esos momentos del libro donde los europeos son sabios y enigmáticos y los chinos, negros y latinos son divertidos, simplones o crueles.
  7. Cuando usa a la Maga sólo para hacer preguntas que permitan que el héroe argentino, cuarentón muerto de hambre se luzca.
  8. Y, sobre todo, cuando insiste –con un conmovedor esnobismo de ex profesor de colegio chico- en que la única cultura que importa y salva es la de Hugo Wolf, Klee o Sartre. Cuando desdeña música, cine o novelas porque son consumidas por gente que desprecia. Cuando comete el error de creer que se va a ganar su carnet de francés honorario si contribuye a justificar la invención de camarillas. Ese desprecio era discutible entonces y pelotudo hoy.

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Mis diez favoritos

Es una pena que cierre Podcaster porque la verdad es que fue un gran sitio y una gran plataforma. Pero también es justo alegrarse por el hecho de que haya existido del todo y que cobijara básicamente a cualquiera con ganas de subir un audio sobre lo que se le cantara el culo.

Yo era un seguidor de podcasts antes que Gonzalo Maza me invitara a participar en el suyo de cine, llamado Analízame. Y, aunque varios de estos programas ya no se hacen o tienen una continuidad muy errática, de todas maneras vale la pena mencionarlos en sus puntos más altos.

Armando la lista, me di cuenta que a mucha de esta gente la conozco y con algunos somos amigos hace años. Lo que tal vez podría sonar a una recomendación que viene de cerca, pero en verdad me llena de orgullo: la gente que hace cosas de valor merece todas las porras del partido.

Aquí están -sin orden particular- mis diez episodios favoritos de podcasts.

-Somos Millones nº 8: Bisama y Cussen invitan a Oscar Contardo a hablar sobre Alfredo Lamadrid. Pura maldad y trivia tevita.

http://www.podcaster.cl/2009/08/somos-millones-8/

 

-Civilcinema nº85: Ramírez y Vilches discuten Waiting for Superman, el documental sobre la educación gringa que les da pie a para internarse en una serie de vericuetos: desde el recuerdo de los talleres de Alicia Vega hasta las movilizaciones del 2011.

http://www.podcaster.cl/2011/07/civil-cinema-85/

 

-Desde el Fin del Mundo nº5: Baradit y Ortega (más Baradit que Ortega) se lanzan a hablar del nazismo esotérico desde fines del siglo XIX hasta Miguel Serrano. Es como una novela gráfica de Hellboy en audio. O sea, la raja.

http://www.podcaster.cl/2009/09/desde-el-fin-del-mundo-5/

 

-Civilcinema nº 88: Vilches y Ramírez se cuelgan de la muerte de Ruiz para discutir no sólo su carrera en general, sino además la enorme Misterios de Lisboa. Como introducción directa al tipo y a sus películas, es inmejorable.

http://www.podcaster.cl/2011/08/civil-cinema-88/

 

-El Flimcast nº39: Diego Muñoz y Nico Lorca discuten Evil Dead (la original y el remake, bueno, el nuevo remake) con el detalle y fruición de los que de verdad aman el tripaje y el gore. Muy entretenido.

http://www.podcaster.cl/2013/05/el-flimcast-39/

 

-Tercera Cultura nº29: Ricardo Martínez y Remis Ramos invitaron al lingüista Scott Sadowsky a hablar de una cosa muy pequeña y muy enorme: ¿cómo hablamos los chilenos?

http://www.podcaster.cl/2010/08/tercera-cultura-29/

 

-Con el Dedo en el Ombligo nº 4: Villouta manda a Jani Dueñas a entrevistar a ejecutivos de El Golf a preguntarles dónde llevarían a Luli en una cita. Siempre me reí mucho con el podcast, pero este episodio es inolvidable.

http://www.podcaster.cl/2008/01/con-el-dedo-en-el-ombligo-4/

 

-Terapia Chilensis nº856. Este no es un contenido original de Podcaster, claro, pero fue a través del sitio donde me topé con él y donde me hice fan. Y en particular, donde encontré este episodio que a veces escucho mientras lavo platos: oír a Gabriel Salazar parándole los carros a Nicolás Vergara no tiene precio.

http://www.podcaster.cl/2011/08/terapia-chilensis-856/

 

-Fiebre en las Gradas nº6: No soy adicto al fútbol, tal vez por eso este episodio del podcast mundialero donde invitaron a Pablo Rosenzvaig -psicólogo, DJ, tuitero de trasnoche- me pareció tan entretenido. Además sus teorías sobre la pasión chilena por la pichanga son muy certeras.

http://www.podcaster.cl/2010/06/fiebre-en-las-gradas-6/

 

 

-Somos Millones nº36: Bisama y Cussen invitaron a Ricardo Martínez -uno de los tevitos más memoriosos de Chile- a hablar sobre la Teletón. De antología.

http://www.podcaster.cl/2010/12/somos-millones-36/

 

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Titanes del Pacífico

Existe entre algunos críticos la idea de que las superproducciones son basura que se consume exclusivamente gracias al marketing. Hay que hacer una corrección a ese prejuicio: las malas superproducciones son basura, por cierto. Pero cuando una película con los recursos y presupuesto de Titanes del Pacífico resulta ser una obra maestra y la expresión personal de un grupo de artistas orientados a un fin común, lo que ocurre se parece no sólo a una fiesta sino también a un acto de justicia.

El cine de gran espectáculo tiene su primer gran hito de la temporada con esta, la nueva película del director de El Laberinto del Fauno y Hellboy, quien aquí se cuelga de una honrosa tradición (robots gigantes contra monstruos interdimensionales) para entregar una película que tiene la belleza desnuda de un relato homérico. Decir que es una versión con actores reales de un animé le hace un flaco favor, porque en el fondo estamos asumiendo que Titanes del Pacífico es una producción de nicho.

Al revés: cualquier espectador en busca de una experiencia sensorial y visual fuera de lo común podrá encontrar acá una de las películas comerciales más hermosas y cuidadas de los últimos años. Al mismo tiempo, Del Toro apela –a mucha honra- a las claves de una tradición que ha calado muy hondo en varias generaciones de cinéfilos.

Si creciste viendo volar los puños de Mazinger Z, esta es tu película. Si Robotech fue la primera teleserie que seguiste en tu vida, si recuerdas la espada de Voltus 5, si gritaste “patada voladora”, si el único Godzilla que te importa es el que luchó contra King Kong, si distinguías a Ultraman de Ultraseven, esta es tu película.

Echando mano de una frase cliché, hay que decir que Guillermo Del Toro ha pagado una deuda. Muy similar a la que pagó Peter Jackson el 2001, cuando puso en pantalla grande –por fin- a los personajes de Tolkien con actores de carne y hueso. En una temporada donde kryptonianos, zombies y hombres de hierro han entregado comida recalentada y a medio terminar, este es el festín completo. A veces la industria deja que los freaks se salgan con la suya y corran libres por el prado: en esos momentos, más que sentarse a añorar El Padrino o Annie Hall, hay que pararse y aplaudir.


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La Concertación del 2013

“Bajamos a Rebolledo porque la gente alegó”. “La gente está empoderada”. “Nos interesa escuchar a la gente que ahora tiene mayor conciencia de sus derechos”. El discurso 2013 de la Concertación es repugnante en su descaro y abierto cinismo: “No podemos seguir haciéndonos los hueones con determinados temas porque la gente ahora alega”. Eso no es hacer gran política. Es ser una pandilla de niños que dejan de tirar pelotazos a las ventanas porque los vecinos ahora los acusan a los papás.


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Star Trek: En la Oscuridad

Todos conocemos este tipo de escenas en ciertas películas. Un personaje detiene la acción y le dice a otro algo que ambos deberían saber,  como “Ya sabes que si no detenemos a los apaches, todos los colonos del otro lado del río morirán” o un villano hace una innecesaria pausa para decir: “Antes de volarle al quinto infierno, mister Bond, le revelaré el secreto de mi plan de dominación mundial”.

Ese tipo de escenas son instantáneamente reconocibles por lo ineptas que lucen incluso al ojo del espectador más distraído. Son la huella de un guión absurdo, escrito con flojera o excesiva premura. En este nuevo filme de Star Trek –el segundo del universo replanteado por J.J. Abrams el 2009- hay una secuencia llamada a convertirse en un ejemplo de manual de ese tipo de escenas. Sucede casi en la mitad del metraje, cuando el villano (interpretado con inmerecido brío y autoridad por el gran Benedict Cumberbatch) está prisionero en una celda del Enterprise. Sin requerir mucho estímulo, este personaje explica a) de dónde viene b) hacia dónde quiere ir c) cuáles son sus intenciones y d) qué ha pasado en el filme en general hasta ese punto.

Cumberbatch hace lo que puede con ese monólogo digno de un resumen de Wikipedia. También hacen lo que pueden los demás actores, quienes de hecho ya habían dado la talla en el filme del 2009 a la hora de refundar personajes de un universo que existe hace más de 40 años en televisión y cine.

El problema de Star Trek: En la Oscuridad no es que su historia sea absurda o que sus escenas de acción desafíen todas las leyes de la física y el sentido común: Titanes del Pacífico acaba de demostrar que el gran cine de espectáculo florece a partir de esas falencias. No, el problema acá es que el guión está escrito con tal desprecio hacia la inteligencia del espectador que la experiencia no entretiene y ni siquiera distrae. Más bien disgusta.

Los filmes hechos para ganar plata pueden ser gran cine: Los Siete Samurai (1954), la obra maestra de Akira Kurosawa, fue desde su origen un proyecto estrictamente comercial. Pero Kurosawa respetaba a su público y ese dato básico hace toda la diferencia.

 

(Publicado originalmente en La Tercera, 15 de agosto 2013)


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Leonard

Es una pena que muriera Elmore Leonard. Junto con Stephen King, es uno de esos escritores que puedes leer todo el verano sin aburrirte. Al igual que King, tenía esos detalles extraños que revelan al tipo interesado en escribir buenas historias: estaba suscrito a periódicos carcelarios -editados por los mismos presos-, leía las necrológicas, guardaba una colección de guías teléfonicas del año de la cocoa, tenía mapas de una misma ciudad en distintas épocas y a veces le gustaba pasar la noche de un sábado sentado en la sala de emergencia de un hospital. Era un escritor.

 


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Alejandro Fernández Almendras: Personas y lugares

 

(En el 2011, Ascanio Cavallo y Gonzalo Maza invitaron a varios críticos a participar en un libro llamado El Novísimo Cine Chileno. Este fue el texto mío que apareció en la selección)

 

 

 

 

 

 

“Maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida”.

Génesis 3: 17

 

 

 

En los primeros minutos de Sentados Frente al Fuego, vemos un wáter abandonado, una cancha de tierra, una construcción semivacía. Tienen la misma importancia para la cámara que la figura de Daniel Muñoz, el actor que encarna al protagonista y que –a su vez- trae al rol la carga simbólica de su paso por teleseries y filmes tan alejados de este universo como El Chacotero Sentimental (1999) y El Fotógrafo (2003).

Tiene sentido que Muñoz destaque de forma singular entre los demás actores (o figurantes) de Sentados Frente al Fuego, porque su personaje viene de otro lado. Es un hombre que parece haber elegido la vida en el campo como una especie de exilio personal. Se mueve entre los habitantes de ese campo de una manera distinta, conecta con ellos con distancia, busca en los ritmos y atmósferas de ese estilo de vida una conexión que no termina de suceder.

El personaje de Muñoz está en las antípodas de la familia de Huacho (2010), el primer largometraje del director. En esa historia contada en cuatro segmentos, cada uno dedicado a un miembro de la familia, las personas lucen completamente integradas a sus rutinas y entornos. Incluso aunque tres de ellos –la madre, el hijo y la abuela- usen uniformes en sus jornadas regulares. Todos tienen una pertenencia al lugar en que se mueven, sea la cocina de un restaurante seudo-criollo, un colegio municipal o el borde de una carretera.

Pertenencia terrible, sin embargo, porque Huacho es una historia sobre gente pobre que sostiene la batalla contra la miseria de forma tenaz pero desesperanzada. No hay luz al final del túnel en Huacho, ni atisbos de un bienestar material que cambie la eterna rutina de los personajes. Incluso el hijo –un estudiante, o sea, un símbolo clásico de la promesa de ascenso social- está básicamente preparándose para vivir la misma precariedad que le han enseñado sus mayores.

Que Huacho escape de los clichés o panfletos del llamado cine “social” o de denuncia, es mérito de la estrategia narrativa de Fernández Almendras: a las reiteradas señales de que la situación económica de esa familia está empeorando, el relato opone los pequeños rituales de identidad de los que tienen casi nada. Un trago de vino en un bar en medio de los pastizales, un par de fichas en un videojuego, un vestido que tiene que devolverse pero que aún así se disfruta durante un par de horas.

Estos rituales no lucen como consuelo gracias a que la mirada de Huacho no está orquestada desde la condescendencia, sino desde lo urgente. No es un cine patronal, entendiendo ese adjetivo como la actitud de quien pretende alertar a su propia clase o tribu sobre el desmedro de otros.

No hay “otros” en Huacho. La inestabilidad económica de esa familia es también (en general) la nuestra. Alguien dijo que cualquier persona que estuviera a tres meses de cesantía de dormir en la calle calificaba como pobre en Chile. La primera película de Alejandro Fernández Almendras convierte esa frase para el bronce en auto de fe: no es posible que esa familia sin padre (el abuelo es un hijo más) resista un invierno sin ingresos o siquiera un mes sin uno de los sueldos irregulares que los miembros aportan.

La segunda película del director hasta ahora, Sentados Frente al Fuego, habla de otra clase de precariedad. Si bien la pareja protagónica interpretada por Daniel Muñoz y Alejandra Yánez vive al día y tiene severos problemas económicos, el conflicto central es la duda del hombre sobre las decisiones que toma.

Su mujer tiene una enfermedad que la envía al hospital y la vuelve un objeto de cuidado antes que de deseo. El propio Muñoz tiene un breve encuentro sexual con su ex esposa en un motel, un momento que está registrado sin romanticismo ni picardía barata y del que sólo vemos un diálogo (“¿Te voy a dejar?”) que alude al mismo tiempo a lo casual y a lo rutinario.

¿Es una conducta frecuente en el personaje de Muñoz el encamarse con su antigua pareja? No queda claro en el relato y es un cabo suelto que rodea una de las preguntas centrales del guión: ¿Por qué este hombre vive la vida que vemos?

No hay respuesta evidente porque Fernández Almendras elige quedarse fuera de la cabeza de sus héroes. Las suyas son historias basadas en la conducta y la acción y en ese sentido –tal vez sólo en ese sentido- les cabría la etiqueta de antropológicas: son registros de hechos y datos que configuran un mundo e incluso una moral, pero que suelen dejar fuera las explicaciones definitivas.

Tal vez el personaje de Muñoz se fugó a la vida-en-el-campo escapando de un daño que uno atisba está relacionado con la familia y la herencia (hay un diálogo con su ex mujer que alude a un hijo), pero que también puede estar conectado con los espacios: uno tiene la sensación de que los sitios eriazos, lugares derruidos y caminos polvorientos que Muñoz recorre son los espacios que necesita para poder existir, el ancho mundo que le evita no volverse loco ni explotar.

La geografía como escenario y el personaje como paisaje. Huacho y Sentados Frente al Fuego son películas engañosamente simples. En un vistazo superficial, podrían lucir como piezas de cine neorrealista o “películas de festival”, ausentes de banda sonora, actores famosos o efectos especiales que despierten el interés de un espectador poco avisado.

Pero no hay nada simple o superficial en ninguno de los dos trabajos. El cine de Fernández Almendras hasta ahora es una labor de cálculo, registro y exactitud. Huacho, con todos sus tiempos muertos, es una película a la que no le sobra nada. Está desprovista de grasa, igual que el horario regular de sus personajes, esas criaturas que apenas tienen tiempo de dormir, que batallan con los plazos, las cuentas y los tiempos de los buses que los transportan desde las parcelas hacia la modernidad de cartón que representa la ciudad.

El niño de Huacho sueña con poseer el videojuego portátil que tiene un compañero, quien lo utiliza como instrumento de poder dentro del curso. El personaje de Daniel Muñoz en Sentados Frente al Fuego se mueve entre hospitales albos y supermercados multicolores. Pero la relación de ambos con la modernidad –y este es un gran mérito de las películas que les contienen- es distanciada y problemática. En contra de una vieja tradición del cine chileno, los personajes campesinos de estas historias no son criaturas de otra época o ecos de un Chile de postal. Son marginales que han absorbido las promesas de la modernidad sólo para encontrarse con el muro que divide a quienes consumen de quienes son consumidos, a los que poseen de quienes luchan por no ser desposeídos.

El niño de Huacho siempre llega último a la lista mental del compañero de curso que posee el videojuego y que administra su préstamo como un capitalista de pacotilla. Es una buena metáfora de todo el filme: los últimos nunca serán los primeros. Lo que el niño no termina de entender es que el juego jamás caerá en sus manos. De la misma forma, la breve ilusión de su madre con el vestido nuevo se esfuma cuando ella cae en la cuenta de que debe devolver la prenda para poder pagar algo más urgente y mucho menos glamoroso como es la cuenta de la luz.

El personaje de Muñoz atisba otras realidades, no sólo por ser un hombre a medio camino entre lo urbano y lo rural, sino por el encuentro con quienes le hablan de otro mundo. La historia que se cuenta en Sentados Frente al Fuego de personas desapareciendo en el campo en medio de la represión pinochetista es trágica y extraña al mismo tiempo: en los entreveros y caminos cortados del territorio, uno puede perderse, desaparecer, esfumarse. Como lo hicieron entonces, como parece querer hacerlo Muñoz ahora.

Muñoz es un padre sin herederos. La familia de Huacho es un grupo sin líder aparente. Tal vez Muñoz es un huacho más. O quizás ambas películas están conectadas en cuanto ambas relatan historias de personajes mutilados, de proyectos que no se concretan o que jamás se diseñan, tal vez Muñoz es el padre que nunca aparece en Huacho.

En los dos casos, hay un registro inmisericorde del día a día. Vender un queso, pedir un adelanto de sueldo, preguntarle a un viejo sordo si quiere que le traigan algo del kiosko. Y, sin embargo, en todas esas pequeñas acciones hay rasgos heroicos que emergen de la pura conducta. Esos rasgos tienen que ver con la resistencia, el concepto que convierte al trabajo de Fernández Almendras en un proyecto político en el sentido más puro y tal vez más noble. Sus personajes viven situaciones de precariedad o desamparo, pero jamás llaman a la lástima. No son víctimas y estas no son historias de caridad barata.

Huacho y Sentados Frente al Fuego son retratos no del “Chile profundo” (esa metáfora rasca digna del pije borracho que va al campo por el fin de semana), sino del Chile a secas. Esta es la vida que la mayoría de nosotros llevamos, estos son nuestros horizontes y estos son sus límites. Hablando de una clase acorralada y casi invisible en el cine local  –los campesinos- estas películas terminan aludiendo a la mayoría de los chilenos.

Los cuentos interminables que el abuelo de Huacho desgrana en la mesa son pequeñas fábulas de un país antiguo y ya muerto donde existían ciertos ecos de pertenencia y grupo que hoy ya no existen. La intimidad cercana e inédita –para el cine chileno- que Muñoz y su pareja (Alejandra Yáñez) comparten después del sexo en la cama, la intimidad donde ambos pueden hablar de la experiencia sexual que tuvieron antes de conocerse, es una alusión directa a una comunión que no encuentran fuera de las sábanas.

Muñoz construye un trineo para la nieve que no puede usar porque no hay nieve. De todas formas, él y su mujer disfrutan el paseo aunque sea a través de la captura de fotos en un celular. No hay satisfacción, parece decirnos Fernández Almendras, pero hay dignidad. Y cuando el mundo no nos deja creer que somos protagonistas de un comercial, lo que queda es la posibilidad de un registro, aunque sea falso.

Al final de Huacho, vuelve la luz. Al final de Sentados Frente al Fuego, Muñoz lidia con la reja trasera de su camioneta hasta que pierde los estribos y vemos la rabia que ha guardado durante toda la película. Pero luego se recompone. Esto no es Hollywood. La vida sigue y el dolor, la pena y la orfandad serán patentes, pero jamás podrán ser una excusa para que un hombre no haga su trabajo o siga resistiendo.

En sólo dos largometrajes, Fernández Almendras ha narrado historias sobre familias que se resisten o que no se terminan de armar. El suyo es un proyecto extraño, pero severo en el mejor sentido de la palabra. No le concede alivio ni a sus personajes ni al espectador. Al mismo tiempo, trata a ambas partes con un respeto raro de encontrar en un panorama donde la solución fácil suele ser la norma.

Huacho y Sentados Frente al Fuego terminan siendo experimentos de campo –nunca mejor dicho- donde los seres humanos, los objetos y el paisaje tienen la misma jerarquía. No es un desprecio a la importancia dramática de los personajes lo que aparece en estas películas, sino la idea de que –en una época donde las personas son tratadas como activos o pasivos- tal vez la única manera de recuperar el foco (o la profundidad de campo) sea mover a esos personajes a un entorno donde pueden volver a ser sujetos antes que consumidores.

 

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La Lista de Schindler & Jurassic Park: Exterminio y resurrección

Ha sido un lugar común por varios años decir que Spielberg filmó Jurassic Park para poder rodar a continuación La Lista de Schindler, la película que de veras le importaba, la tragedia real entroncada con sus orígenes y su propia familia. La adaptación del thriller de dinosaurios de Michael Crichton sería entonces una concesión, una manera de hacer ganar dinero a Hollywood antes de embarcarse en un proyecto que muchos veían como la antítesis de un producto comercial.

Sin embargo, el cine es muy extraño. Vistas a la distancia, ambas películas no parecen animales de distinta especie, sino hermanas mellizas cuyas similitudes se acentúan con cada revisión. Jurassic Park cuenta la aventura de unos visitantes atrapados en una isla plagada de dinosaurios que han vuelto a la vida gracias a la ingeniería genética. La Lista de Schindler es un drama de época basado en la odisea de Oskar Schindler, un empresario alemán que logró salvar del exterminio a cientos de judíos a los que empleó y luego compró como si fueran muebles para evitar que fueran a los hornos.

En apariencia, ambas producciones no tienen mucho en común, excepto por la presencia de rejas y alambradas eléctricas. En un caso, para repeler a criaturas prehistóricas, en el otro para contener a seres humanos a las puertas de la muerte.

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Pero La Lista de Schindler y Jurassic Park comparten además la figura del empresario/emprendedor. La isla es invención de John Hammond, el genial hombre de negocios cuyos proyectos han sido todos exitosos hasta la fecha. Lo que vamos a conocer es su primer fracaso. Oskar Schindler, como él mismo indica en una conversación con su mujer, ha tenido mala suerte en todos sus emprendimientos. Lo que vamos a conocer en su película es su primer y único éxito como empresario, un éxito que al principio es sólo monetario (amasa una fortuna explotando judíos) y que luego se vuelve además moral (pierde ese dinero rescatando a los judíos).

“No ahorramos en nada”, es una frase recurrente de Hammond al exhibir con orgullo los lujos de su parque. También sería un dicho aplicable a Schindler, quien gasta un dineral en conseguir los licores, chocolates y favores con los que ganará la voluntad de los mismos oficiales nazis que luego le concederán jugosos contratos de producción de guerra.

El invento de Hammond es un parque temático que pretende reproducir el hábitat de animales extintos antes de la aparición del hombre en la tierra. El ghetto de Cracovia es una cárcel en zona urbana que pretende reproducir un barrio donde la vida es normal, la misma ilusión cruel que los nazis mantendrán incluso cuando ya han trasladado a sus prisioneros a campos de trabajo y exterminio.

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Hay un momento en Jurassic Park donde Hammond y el matemático Ian Malcolm (Jeff Goldblum) discuten sobre los alcances éticos de la resurrección de animales extintos. “No nos estás dando ningún crédito”, dice Hammond, “nuestros ingenieros lograron lo que nadie pensó que podría hacerse”. Exacto, dice Malcolm, sólo pensaron si podían hacerlo, no se preguntaron si debían.

El mismo argumento de Hammond reaparece en la conversación de Schindler con su mujer en un restaurante. Quiero que todos me recuerden, dice él. Quiero que digan “Ah, Oskar Schindler. El hizo lo que nadie había podido”.

En una conversación con Alexander Kluge, el dramaturgo alemán Heiner Muller sintetizó en una reflexión escalofriante su mirada sobre el exterminio nazi. Lo que aprendimos de Auschwitz, dijo, fue que todo lo que puede ser pensado, es realizable. Y si algo es realizable, podemos creer que en algún momento será realizado.

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Hacer lo impensable, sea un arrebato en aras de la arrogancia científica o el fanatismo racista, es una de las conexiones profundas de estas dos películas. Y que el lazo sea a la vez siniestro y optimista, que conecte las promesas y los horrores de la ciencia, no es raro en Spielberg, un director que pocos años después debió recurrir a un proyecto póstumo de Kubrick (uno de los grandes cineastas de la deshumanización) para analizar en Inteligencia Artificial la capacidad de la tecnología para reproducir –o hacer irrelevante- a un ser vivo.

Sólo lo hicieron, no pensaron si deberían.

Hacer lo impensable es también un viejo mandato del cine de espectáculo, aquel que ha cobijado a Spielberg durante casi toda su carrera. Asombrarnos con lo que nunca pensamos ver, perseguir la novedad que llenará las salas y arrasará en los Oscares. Por eso, no es extraño encontrar en La Lista de Schindler y en Jurassic Park otro tema común como es la representación.

Representación de dinosaurios asesinos que son promovidos como atracciones de circo, pero también representación del exterminio de un grupo como la limpieza necesaria para reescribir el pasado. Lo dice Amon Goethz (Ralph Fiennes) cuando da el vamos al desalojo del ghetto: “Este día es histórico. Este día será recordado. En años futuros, los jóvenes se preguntarán con asombro acerca de este momento”. Esa arenga podría pertenecer al Hammond que inaugura su parque, pero también –he ahí la autoconsciencia- podría ser parte de la presentación del nuevo blockbuster veraniego.

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Las velas que siguen encendidas en una mesa donde ya no hay comensales al inicio de La Lista de Schindler. La cinta donde se lee “Cuando los dinosaurios dominaban la tierra” que cae oportunamente a los pies del tiranosaurio que ruge al final de Jurassic Park. El anillo que Stern le regala a Schindler y que reza “El que salva una vida, salva al mundo” en paralelo con el mosquito atrapado en ámbar, el mosquito cuyo resto de vida será el ADN necesario para salvar, traer de vuelta, a todo un ecosistema extinto.

En Jurassic Park, lo que debería estar muerto, camina libre. En La Lista de Schindler, aquellos que nunca debieron morir, caen bajo las balas de sus verdugos. En ambas películas, la huella genética de la vida se alude con pequeños símbolos: la ceniza de cuerpos humanos que cubre el auto de lujo de Schindler, hermanada con el caldo de ADN que los ingenieros de Hammond manipulan a su capricho.

Creo que ambas películas tocan el tema de la representación no sólo porque se hacen preguntas enormes respecto al asunto desde veredas distintas (¿Cómo representas en pantalla animales que nunca has visto, cómo representas en pantalla un horror que parece único?), sino además porque en conjunto forman un extraño relato sobre el tema que recorre todas las películas de Spielberg desde sus inicios: el cine.

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Oskar Schindler y John Hammond son dos empresarios (productores, les llamaríamos) que comprenden al final de sus aventuras que ningún sueño megalómano está sobre la vida de sus semejantes. Pero para llegar a ese punto, han debido atravesar relatos que conectan el artificio con la realidad de maneras complejas y donde los juicios simples no sirven.

Schindler es un carajo que obra el bien casi por accidente. Por supuesto, salva a cientos de judíos, pero –al menos en la película- no tiene escrúpulos en explotarlos para ganar el dinero que más tarde gastará en comprarlos. Es una situación éticamente muy extraña, que la película escamotea con cierta competencia gracias al guión de Steve Zaillian y al talento histórico de Spielberg (desde Roy Neary hasta Indiana Jones) para despertar simpatía hacia personajes que son abiertamente egomaníacos.

Hammond es el verdadero villano de su película, pero la historia no lo presenta así. El villano –casi por descarte- es el torpe gordinflón hacker que sabotea los sistemas de seguridad de la isla para robar embriones. Sin él, quizás el parque habría funcionado de maravilla a pesar de las predicciones catastrofistas del matemático. El pecado de Hammond, su arrogancia, su ceguera, es visto con simpatía porque es también el pecado de Spielberg, quien tiene un proyecto similar: resucitar dinosaurios a través de la tecnología digital.

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Hay una imagen, ya famosa, donde uno de los velocirraptors que intentan merendarse a los héroes atraviesa una rejilla de ventilación y en su cuerpo vemos un reflejo que recuerda con mucha precisión a los unos y ceros de un código binario. El CGI, está diciendo Spielberg, encierra una amenaza. No para nosotros, los espectadores, sino para la industria. Puede salirse de control, romper los márgenes (del parque, del relato) y crear caos donde debió haber orden, visitas guiadas y mucho dinero.

De ambas películas, la que peor ha envejecido es La Lista de Schindler. Sus intenciones pueden ser nobles –eso sería tema de otro comentario- pero a esta distancia se notan las costuras de su libreto y las obvias concesiones de sus mecanismos de identificación. Jurassic Park, en cambio, es un objeto blindado y veloz al que no le entran balas. Su relato es más puro y elegante y su lucha por la sobrevivencia puede ser menos “artística”, pero es mucho más urgente y expedita.

Devorar o ser devorado. Huir o pelear. Son las nociones del cerebro reptil y son también los lemas del cine comercial, una de las instancias del capitalismo moderno donde la lucha por la supremacía es más cruel. En su época, Jurassic Park fue vista como una extraña muestra de escapismo autoconsciente y cínico, una historia donde el logo del parque era también el afiche de la película. Hoy día ese dato luce menos mercenario y más trágico. Lo que Spielberg estaba contando era el final del sistema de estudios de Hollywood donde su generación alcanzó a florecer. La isla, ese lugar concebido por emprendedores y burócratas de la vieja guardia, era el Hollywood que intentó administrar el CGI, domesticarlo hasta volverlo una herramienta más, como habían sido el technicolor o la Steadycam.

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Pero el mundo digital contenía el germen de su propia autodestrucción. El dinosaurio que se alza en dos pies para alcanzar un brote en la punta de un árbol frente a los ojos asombrados de los protagonistas termina volviendo irrelevantes a los actores, al guión y al viejo estilo de hacer cine. Casi veinte años después, hemos tenido personajes (Gollum), paisajes (Avatar) y mundos enteros creados dentro de un computador (Pixar).

Por otro lado, representar el exterminio nazi en pantalla no es un tema menor. El propio Godard, en una carta de 1995, reconoció como un error personal no haber prevenido a Spielberg acerca de “reconstruir Auschwitz”, una frase que algunos leyeron como un ataque, pero que cobra otro sentido al recordar que Godard consideraba un fracaso del cine en general no poder transmitir la experiencia del Holocausto en pantalla.

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Sin embargo, Jurassic Park, tan gloriosa en sus logros técnicos y tan humilde en sus ambiciones artísticas, me parece la mejor película del dueto. Como las obras claves de su director, desde Encuentros Cercanos hasta Minority Report, su tema es el espectáculo visual entendido como obsesión personal, pero también como una industria que se devora a sí misma.

Después de filmar una película que en el fondo era una fábula sobre la muerte del cine, a Spielberg sólo le quedaba contar una historia que hablara sobre la supervivencia del hombre. La Lista de Schindler termina con imágenes documentales de algunas de las personas que se salvaron gracias al empresario alemán. Es como si, al final de la cuerda del artificio del cine digital, Spielberg hubiera pensado que la única manera de encontrar sentido en su trabajo era volver al registro de eso que algunos llaman realidad.

 

(Texto publicado originalmente en julio del 2012 en el sitio Somosblogs.cl)


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La cacería, de Thomas Vinterberg

Un hombre llamado Lucas es acusado de abuso en la guardería infantil donde trabaja. El proceso legal se pone en marcha, pero la comunidad en la que vive –donde todos se conocen hace años- emite un juicio mucho más rápido y brutal. La manera en que reaccionan quienes rodean a Lucas, desde su pareja hasta el tipo que le vende la carne, es una aguda y verosímil reconstrucción de lo que sucede en la vida real: a diferencia de otros delitos, el abuso infantil es una acusación de la que nadie termina jamás de librarse a pesar de todas las pruebas de inocencia del universo.

Bajo su aire contemporáneo y sus cámaras en mano, La Cacería tiene la respiración y el ritmo de viejos clásicos teatrales como El Padre, de Strindberg, con su intrincada subtrama de amistades traicionadas e hijos distanciados. De hecho, Lucas, con su autosuficiencia y su negro sentido del humor, es mucho menos una víctima que una especie de héroe seudocristiano de esos que Strindberg usara para denunciar las hipocresías de su época.

Alguna vez el director Vinterberg integró las filas de esa trasnochadísima venta de pomada que fue el movimiento Dogma. En ese contexto, estrenó La Celebración (1998), otra historia centrada en un grupo cerrado que casi era destruido por la noticia de un abuso.  La Cacería es menos estridente, pero sin duda es una mejor película, más modulada, más ambigua, además de estar bendecida por el trabajo de Mads Mikkelsen, quien ofrece una de las actuaciones del año. Por lejos.

En una temporada más pródiga en estrenos para adultos, esta película tal vez pasaría inadvertida. Pero en un 2013 donde las pantallas han desbordado explosiones y 3D, La Cacería luce como una señal de radio desde una galaxia en la cual ya no pensábamos encontrar vida alguna.

Hace cuatro años, muchos críticos aplaudieron la supuesta audacia de La Cinta Blanca, en la que el director Michael Haneke indicaba a la represión religiosa como uno de los orígenes del nazismo. Era un filme de factura impecable con un final redondo y tranquilizador, porque a la larga volvía a la vieja idea de la creación de monstruos como algo que sucede fuera de la sociedad normal. La Cacería plantea que una sociedad normal no es más que una turba en posición de descanso. Que todos somos monstruos, listos a sacudirnos el control del Estado para perseguir, humillar y matar a aquellos que alguien –una mujer, un niño- apuntó con el dedo.


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A qué hora

¿Tu hijo nunca está solo? ¿Siempre le tienes actividades, lo vigilas 24/7, le tienes una cámara en la pieza que vigilas online desde la oficina? Qué chori. Debes dormir muy tranquilo. Pero dime ¿a qué hora se pajea el pendejo? ¿A qué hora se pone a mirar minas en la tele? ¿A qué hora se toca la pichula tirado en la cama como todos los hicimos a esa edad? ¿A qué hora está libre de los padres psicópatas que le tocaron? Gente de mierda que quiere saber dónde está su hijo cada puto minuto del día: me dan asco. Tuvieron hijos para tener mascotas.


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Welles y la comida soñada

 

La escena aparece en el último tercio de Mr. Arkadin (1955), el thriller maldito que Orson Welles filmara con poca plata y mucho ingenio.  En la escena hay dos personajes. Uno es  Jacob Zouk. Alguna vez fue un estafador y un criminal de cierta monta, pero hoy día sólo es un pobre anciano que se muere de frío en un edificio de Munich. El tipo que lo acaba de encontrar se llama Van Stratten y es un aventurero ambicioso que está reconstruyendo el pasado del millonario Gregory Arkadin. El magnate dice no recordar nada de sus primeras décadas de vida y ha contratado al aventurero para rastrear a quienes lo conocieron en esos tiempos.

Pero Arkadin está mintiendo. Su verdadero objetivo es usar la información reunida por Van Stratten para eliminar todas las huellas de su pasado como criminal y ladrón.  Cada una de las personas que el emisario encuentra termina  siendo asesinada. Zouk es el cabo suelto que queda, el último hombre en el mundo capaz de reconocer el rostro de Arkadin antes de que adquiriera ese apellido.

“Le daré lo que pida”, le ofrece Van Stratten a Zouk después de llevárselo a su hotel. El viejo se toma la oferta a pecho y pide un plato de hígado de ganso, muy caliente, con manzanas, papas y cebollas. Es la víspera de Navidad. Toda Munich está revolucionada por las fiestas y la cocina del hotel sólo prepara el plato con días de anticipación.

Zouk se niega a colaborar a menos que le traigan su comida favorita. Desesperado, Van Stratten sale a las calles a golpear las puertas de los negocios. De ese antojo extravagante depende el final de su pesquisa y tal vez su vida. Entonces, en medio de la noche, surge la limosina de Arkadin, quien le invita a subir. El auto se detiene afuera de un restaurante de lujo. Aquí me conocen, explica el millonario y le darán lo que pida.

La escena es asombrosa –en su simpleza, en sus significados- y es uno de esos momentos en que el genio de Welles capturó un mundo y sus maneras en una sola imagen. Van Stratten baja del auto. El capitán de los garzones está de pie bajo la nieve junto a sus empleados, como soldados en una trinchera. Dos de ellos corren y vuelven, casi de inmediato, con el antojo de Zouk.

Arkadin no es simplemente un magnate. En el mundo de la película que apenas logra contenerle, es un dios. Puede ordenar muertes al otro lado del mundo, comprar abogados, pistoleros, mujeres. Puede darle a Van Stratten una chequera abierta para que viaje de un país a otro, mientras al mismo tiempo se prepara a desecharle como una botella de brandy vacía.

Y ahora, cuando ya todos los nombres de la lista han sido borrados, cuando el último cabo suelto duerme en la habitación de un hotel, Arkadin le hace un favor imposible a su ex empleado. Consigue lo que nadie más pudo, pero lo hace con desdén, sin darle importancia.

Van Stratten recibe la magnífica bandeja cubierta con una tapadera reluciente. “Usted ya no tiene nada que pueda pedirme”, le dice el millonario, “ni siquiera su vida”. El aventurero entiende hasta qué punto su suerte pende de un hilo y corre al hotel. Sólo al llegar a su habitación descubre que el regalo de Arkadin nunca fue satisfacer el antojo de Zouk, sino suministrar el plato principal de una última cena.

Welles filmó la película en condiciones muy difíciles y poco gratas. La escena del hígado de ganso se complicó porque (según explicara años más tarde su amigo y biógrafo Peter Bogdanovich) Welles le exigió a la producción que bajo la tapadera estuviera efectivamente el plato preparado. “Lo que fue un problema”, escribió Bogdanovich “porque esa secuencia la estaban filmando en Madrid en pleno verano”.

(Hace un tiempo escribí esta columna para una revista de vinos, pero en realidad nunca supe si se llegó a publicar).

 

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Cuestión de tiempo, de Richard Curtis

Uno de los cuentos más hermosos que he leído es Nadar de Noche, de Juan Forn. En la historia el narrador tiene la oportunidad de conversar con el fantasma de un muerto cercano, en una escena que es inolvidable en base a la manera en que mezcla lo cotidiano con lo extraño. Los mejores momentos de esta comedia romántica inglesa consiguen ese cruce. La premisa es sencilla: a los 21 años, el protagonista se entera que todos los hombres de su familia pueden viajar en el tiempo. Sólo hacia el pasado personal, el específico, el que han vivido.

Con la aparición de una chica (Rachel McAdams, en uno de los papeles de su vida) la historia parece tomar la ruta conocida y sabida de la comedia romántica. El tímido patológico usa su don para conquistar a la amada y corregir pequeños errores, en un tono que recuerda lejanamente a Hechizo del Tiempo (1993), esa pequeña joya protagonizada por Bill Murray. Por otro lado, remite a una tradición cinematográfica de viajes en el tiempo menos ligada a la tecnología y más conectada con la fuga temporal como una falla del cerebro o una alucinación privada, en la línea de lo que fueran títulos como La Jeteé (1962) o Yo te amo, Yo te amo (1968).

Pero es en el desvío que toma en su último tercio donde está el valor del filme. El director Richard Curtis (Realmente Amor) cimentó en su trabajo como guionista (4 Bodas y un Funeral, Notting Hill) un cliché que sigue vivo y coleando: ese romance inglés de la era Blair donde las miradas de las mujeres lo dicen todo y los gestos de los hombres no llevan a nada.

Es un cliché, por cierto, y aquí está en su plenitud. Pero sería absurdo negar el oficio de Curtis y de sus actores a la hora de conseguir –y encontrar- emoción real a partir de los lugares más comunes: la familia, el amor, el paso del tiempo,  la pérdida.

Es difícil denunciar a un manipulador cuando su manipulación funciona. Requiere una disciplina crítica que es un deber pero que también, es cierto, puede ser una lata. Además, fingir distancia cuando quedaste hecho polvo en la butaca me parece tan deshonesto como el aplauso pagado. Lo que puedo decir es que todos los golpes bajos de esta película funcionaron en mí. La saludo como lo que es: un artefacto calculado, predecible y, sin embargo, tan pulido que en estos días incluso puede pasar por gran cine.

 

(Publicado originalmente en La Tercera, 21 noviembre 2013)


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Jobs

Conozco mucha gente que no tiene un iPod. Pero no conozco a nadie que no quisiera tener un iPod, de poder costearlo. La influencia de los productos Apple desbordó hace años el ámbito de la tecnología: es parte de la cultura popular en una manera que tiene elementos tan fascinantes como ominosos. Por eso no deja de llamar la atención que esta biografía sobre el hombre clave de la empresa, el fallecido Steve Jobs, sea tan plana. Es irónico que un filme que pretende ser el retrato de un iconoclasta siempre listo a desafiar las estructuras sea a su vez un drama biográfico de formato tan predecible.

Tenemos los años mozos, el trauma familiar aludido, el vástago perdido o negado –en este caso, una hija-, los primeros esfuerzos por hacer realidad el sueño, etc, etc. A pesar de contar la vida de un empresario, Jobs tiene la armazón de las biografías de artistas, lo que no sería un defecto salvo por el hecho de que su insistencia en presentar a Jobs como un creador deja de lado que su creación es un imperio industrial.

Lo que aleja a Jobs de Apple (su famoso exilio desde 1985 hasta 1996) no tiene que ver con asuntos de principios sino de control sobre la compañía y sus productos. Razonable desde el ámbito de los negocios, pero la película presenta el conflicto de una manera tan idealizada que al ver a Jobs de regreso a la marca en los ’90 uno se pregunta por qué el tipo decide volver tan alegremente al sitio donde le corrieron a patadas.

Preguntas similares a esa eran expuestas y analizadas en Tucker, El Hombre y su Sueño (1988), la obra maestra de Coppola sobre el empresario que cambió la industria automotriz en Norteamérica. Coppola entendía que la figura del emprendedor está a medio camino entre el profeta y el hombre de negocios y que esa contradicción era una de las claves para entender su propio país.

Jobs no llega tan lejos. Es una visión amable, conciliadora y profundamente acrítica de un hombre complejo. Lo vemos portarse como un canalla, pero no hay sentido ni consecuencia en sus actos.  Mark Zuckerberg –quien cambió el mundo del consumo de una forma bastante más modesta que Jobs- fue descrito en Red Social (2010) con grados de sutileza y ambigüedad que por aquí ni se asoman.

 

(Publicado originalmente en La Tercera, 5 de diciembre 2013)


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Pitt

Es re fácil basurear a Brad Pitt, pero aparte de pinta, onda y cierto talento, un actor tiene que tener olfato para elegir papeles y armar su carrera. Comparen a Pitt con Rob Lowe, Matt Dillon, Greg Kinnear o Keanu Reeves. Son de su misma generación y ninguno era mejor ni peor que Pitt cuando empezó. De hecho, Dillon había trabajado con Coppola, Arthur Penn y Gus Van Sant antes que Pitt llamara la atención en Too Young to Die (1990) y aún así Dillon lleva una década rebotando en telefilmes y comedias boludas. El actor que piensa su carrera merece mi respeto.

 

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Pero si a Zutano lo conozco

1. Encuentras que Zutano hace algo bacán y lo dices. 2. Alguien te contesta: “Oye, pero si lo conozco a Zutano, puta, hemos carreteado juntos, lo he levantado del suelo curado ene veces”. 3. Preguntas “¿Y, eso qué tiene que ver con que haga algo bacán?”. 4. El otro no sabe. O dice: “Es que lo conozco”. “Pero si lo conozco”. 5. El “pero-si-a-Zutano-lo-conozco” es una de las figuras verbales chilenas más terribles. Implica esto: Conozco a Zutano, vive en mi universo, ergo, jamás podría haber hecho algo importante y valioso porque yo no podría; y si yo no puedo, nadie puede. Es más triste que la mierda.


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“Escupiría al suelo”

Hoy es el Día Internacional de Conmemoración de las víctimas del Holocausto. Y la efeméride me trajo a la memoria el fragmento de Si esto es un hombre, la memoria que Primo Levi escribió sobre su paso por Auschwitz. Y el fragmento -que Hitchens usó para abrir su ensayo Dios no es bueno-  es magnífico por la manera en que rebate el más terrible de los clichés, aquel que dice que se puede mantener la esperanza en el horror a través del cuento de hadas de rezarle a la misma deidad que permitió la existencia de Auschwitz.

“Poco a poco, prevalece el silencio y entonces, desde mi litera que está en el tercer piso, se ve y se oye que el viejo Kuhn reza, en voz alta, con la gorra en la cabeza y oscilando el busto con violencia. Kuhn da gracias a Dios porque no ha sido elegido. Kuhn es un insensato. ¿No ve, en la litera de al lado, a Beppo el Griego que tiene veinte años y pasado mañana irá al gas, y lo sabe, y está acostado y mira fijamente a la bombilla sin decir nada y sin pensar en nada? ¿No sabe Kuhn que la próxima vez será la suya? ¿No comprende Kuhn que hoy ha sucedido una abominación que ninguna oración propiciatoria, ningún perdón, ninguna expiación de los culpables, nada, en fin, que esté en poder del hombre hacer, podría remediar ya nunca? Si yo fuese Dios, escupiría al suelo la oración de Kuhn”.

 


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Mejores y peores 2013

Siguiendo con la tradición iniciada el 2013 de llegar un mes atrasado a los recuentos anuales, procedo a enumerar los hitos y desbarrancaderos que me topé en las pantallas el año pasado. Descontando el hecho de que títulos como Amour y The Master salvan cualquier listado, hay que decir que el 2013 abundaron las películas para el olvido. Ni siquiera cine capaz de remecerte desde el odio y la saña al director (como me pasó con Blue Jasmine), sino películas que pasaron sin pena ni gloria, sin dejar el más mínimo rastro: Qué Pasó Ayer 3, Django sin Cadenas, Duro de Matar 5, White House Down, La Desolación de Smaug, El Hombre con los Puños de Hierro, Jobs, Kick-Ass 2, La Huésped, Los Ilusionistas, Mátalos Suavemente, Los Juegos del Hambre: En Llamas y la lista sigue y sigue.

En ese contexto, las sorpresas y el simple gozo llegaron de esquinas inesperadas, como Cuestión de Tiempo, que conseguía emoción de buena ley echando mano de recursos no sólo bastardos, sino declarados canallas muchos antes que la mayoría de nosotros naciéramos.

Ahora, aquí van las categorías.

MEJOR ESCENA DE ACCIÓN: Denzel Washington resuelve una emergencia volando un avión de cabeza. El Vuelo.

MEJOR USO DEL SONIDO: Titanes del Pacífico. Del Toro entendió algo clave tratándose de un filme sobre robots gigantes: el sonido hace el 80% del trabajo. Los robots y las criaturas lucen increíbles, por cierto. Pero es el sonido el que produce el milagro que hace a la película un evento, es el sonido el que crea la ilusión de que esas fantasías de infancia y tardes de cine han cobrado vida en el mundo real. Sin ese espectacular tratamiento de lo que oímos en cada segundo de las batallas, el filme sería una serie de bonitas láminas coleccionables. Gracias al sonido, es una de las películas del año.

MEJOR BANDA SONORA: Oblivion.

BASURAS BIEN VESTIDAS: The Purge, una fantasía apocalíptica que apesta a progresismo barato y que tenía severos problemas de guión. Elysium, el lamentable nuevo filme del director de Distrito 9, que acá pergenió otra metáfora social de ciencia-ficción, pero sin el brío o la inventiva de su primer filme. El Hombre de Acero, una película sobre Superman que parece odiar al personaje. Guerra Mundial Z, una mugre que nos vendió una plaga zombie sin sangre, sin horror y sin historia. Después de la Tierra, una aventura de sobrevivencia que ni siquiera tenía las pelotas de matar al personaje que obviamente tenía que matar. Hansel y Gretel: Cazadores de Brujas, háganse la idea a partir del título. Qué Pasó Ayer 3, la clase de mamarracho donde todos, desde el director hasta el que servía los cafés, trabajaron por el cheque y nada más que por el cheque. Star Trek: En la Oscuridad, una película cuyo guión era tan inepto que necesitaba dejar en manos del villano la tarea de explicarle la intriga a los héroes. Lincoln, de Spielberg: lo único peor que ver esta mierda fue repetirme esa joya que es Jurrasic Park en cine y llorar pensando que el tipo jamás volverá a filmar así.

MEJORES CRÉDITOS FINALES: Monsters University.

MARCANDO EL PASO: Los Amantes Pasajeros, donde Almodóvar volvió a confirmar su desinterés por cualquier cosa que acerque su cine al mundo real. Stoker, donde el director surcoreano de OldBoy filmó con actores gringos un thriller que prometía mucho y terminaba importando poco. Y Cosmópolis, el patinazo del año, el segundo paso en falso de Cronenberg después de su didáctica y soporífera Un Método Peligroso.

MEJOR REINVENCIÓN: Antes de la Medianoche. No era un desafío pequeño tomar a dos personajes que venimos conociendo desde 1994 y preguntarse cómo serían veinte años después. La serie de películas de Linklater con Ethan Hawke y Julie Delpy puede parecerle a muchos insustancial, boba e incluso reaccionaria. Pero el hecho es que la última película del trío consiguió un pequeño milagro de esos que sólo pueden existir en la pantalla: definir con precisión la madurez de personajes inventados que alguna vez fueron la encarnación del potencial romántico y que ahora se acercan peligrosa, inevitablemente a ese momento horrible donde todos entendemos que ya no seremos más de lo que somos ahora, aquí, en este momento, en este año, en esta vida. Un dato poco mencionado y que hacia el final de esta película cobra un desolador significado es que en el principio de Antes del Amanecer, en el inicio mismo de toda la serie, lo primero que veíamos era un matrimonio alemán discutiendo en el tren. De hecho, Céline se cambiaba de asiento para huir de ellos y ese era el momento en que veía a Jesse del otro lado. La serie se iniciaba con una pareja yéndose al carajo. El problema de mi generación cuando vimos la película en 1995 es que ese detalle nos parecía simplemente ridículo: ¿Qué clase de idiota podía pensar que el amor verdadero no era para siempre? Bueno, ahora lo pensamos. Y viendo Después de la Medianoche, es un poco atroz captar que Linklater siempre lo pensó. Lo pensaba en 1995 y lo piensa ahora, en el 2013 de esa Grecia soleada donde filma por tres segundos a una hermosa chica entrando a una villa desde el jardín y la mirada –que puede ser la de Jesse, que puede ser la del director- parpadea y la chica y el momento que llenó se esfuman en una nada que ya jamás volverá a estar repleta de posibilidades como lo estaba la nada americana del Jesse adolescente. No es el mejor filme de la serie, pero ciertamente es el más valiente. ¿Por qué? Porque envejecer con dignidad requiere mucho más coraje que tan solo perder un avión.

MOMENTO MÁS ESTÚPIDO: La muerte de Kevin Costner en El Hombre de Acero. No sólo no tiene lógica alguna, considerando lo que Jonathan Kent sabe sobre las capacidades de su hijo. Además es un falso momento emotivo que indigna incluso en el más remoto recuerdo.

MEJOR MOCHA: Un grupo de patos malos de bar rodean a Tom Cruise. El tipo, que es un petiso, que peina canas, que no puede jamás, nunca, aunque quisiera, dejar de ser Tom Cruise, les pide que dejen las cosas como están. Los tipos se niegan. Y entonces, gracias a la magia del cine, un petiso fibroso que se niega a envejecer, limpia la calle con ellos. Jack Reacher.

MEJOR ACTUACIÓN SECUNDARIA EN UNA APENAS TOLERABLE PELÍCULA DE SUPERHÉROES: Loki en Thor: Un Mundo Oscuro.

MEJOR RESURRECCIÓN DE UN GÉNERO DE MIERDA: Algunos somos suficientemente viejos para recordar aquellas antologías de terror producidas por la Hammer (o por instancias seudo-Hammer) que solían rotar en los segmentos de cine nocturno de la televisión chilena en los ’80. Algunos también recordarán Creepshow, otro puñado de cortos basados en ideas terroríficas que luego mutaron, se multiplicaron y reaparecieron en episodios de la versión ochentera de Dimensión Desconocida e incluso en algunos capítulos de los Expedientes X. Este año se estrenaron en Chile VHS y VHS 2. Son antologías de cortos de terror hechos a partir del pie forzado del found-footage y ese chaleco de fuerza –que recuerda y parodia a las estúpidas del Dogma de Von Trier y su pandilla- acá abre la imaginación en vez de cerrarla. No todos los cortos tienen la misma calidad (algunos son lamentables), pero el conjunto jamás deja de sorprender. Es como una ventana a lo que está pasando ahora: directores jóvenes, engrupidos, ambiciosos, produciendo cortos que son postales de lo que es hoy el género y lo que podría ser en el futuro. El primer filme tiene al menos una historia grandiosa (la primera, la relacionada con los chicos de parranda y la muchacha que habla poco y muerde mucho) y el segundo es de veras interesante por muchas razones. Entre ellas, “A ride in the park”, un corto que le da una de las últimas vueltas de tuerca posibles al subgénero del apocalipsis zombie, de una manera que Guerra Mundial Z ni siquiera llegó a imaginar. Otro segmento, llamado “Save Haven” y co-dirigido por Gareth Evans (The Raid) tiene niveles de demencia y gore que habrían enorgullecido al Takashi Miike de Ichi The Killer. Y el último, “Slumber Party Alien Abduction” no es enteramente logrado, pero tiene elementos brillantes a la hora de leerse como un homenaje/burla al E.T. de Spielberg. Incluyendo la presencia de un perrito.

Ninguna de las dos antologías es un producto afinado o memorable. Sin embargo, en ambas hay atisbos, momentos y escenas que están entre lo mejor que me tocó ver este año en cine.

ARTIFICIALMENTE INFLADA: Gravity. Hay una película llamada Open Water sobre una pareja que se queda abandonada en medio del océano, cuya realización probablemente costó un 5% del presupuesto de esta mega-producción y que cuenta casi exactamente lo mismo. No era muy buena, pero al menos tenía la dignidad del producto B consciente de su estirpe. Lo que molesta de Gravity por cierto no es su impresionante despliegue visual ni su impactante uso del 3D (esta era una película que merecía verse en cine) sino su desenfado a la hora de vendernos gato por liebre: esto es melodrama de supervivencia de la clase más básica y menos sutil. Es verdad, su apabullante técnica nos sacude durante la proyección. Pero también debe haber sido deslumbrante ver en cines en la época de su estreno El Manto Sagrado y eso no quita que sea una de las peores películas bíblicas de la historia.

LAS MEJORES: Amour, The Master, Titanes del Pacífico, Magic Mike, Sentados Frente al Fuego, El Otro Día, El Conjuro.

MOMENTOS PARA RECORDAR:

-Desesperados por volver a su mundo, Mike y Sully montan una estrategia a presión para espantar al único grupo de humanos que jamás pensaron espantar: adultos. No lo saben, pero lo que hacen en esa escena es homenajear los más básicos recursos del cine de terror. Las sombras, los ruidos extraños, los arañazos en la pared. Luchando por volver a casa, los héroes de la mejor precuela del año entienden que lo único que los puede salvar es la mentira. Monsters University.

-La escena post-créditos de Rápidos y Furiosos 6 donde un actor que siempre debió estar en la saga por fin aparece en ella. Y lo hace con la estatura y estilo con que Orson Welles por fin aparecía en El Tercer Hombre, pero también con el one-liner ridículo de un villano de videojuego. Es, de alguna forma, la conclusión lógica a una saga que nació sin que nadie diera un peso por ella y que hoy se ha convertido en una extensa, deschavetada y deliciosa prima en esteroides de Jackass: una serie de películas donde la amistad y la familia se cultivan a punta de explosiones.

-Los padres de una chica cubana que decidió probar suerte fugándose a Miami comparten un trago de ron mirando al mar en 7 Días en La Habana.

-La explicación final de Cacería Macabra (You’re Next), donde lo que parecía ser un insensato thriller de slasher se revela como un complot familiar para montar a los ojos de todo el mundo un insensato thriller de slasher.

-El interrogatorio de la enfermera a Tom Hanks al final de Capitán Phillips.

-La manera en que Bill Nighy dice “Oh” cuando ve el rostro de su hijo y entiende que esa es la última vez que van a hablar en Cuestión de Tiempo.

-Los focos incandescentes de los flashes disparándose en el segundo piso de la casa mientras una niña sonámbula recorre los pasillos. El Conjuro.

-La extensa, maratónica, imposible y desbordada persecusión dentro y sobre los vagones del tren en el clímax de El Llanero Solitario, una película que era mucho menos terrible de lo que todos dijeron.

-Todas las escenas de Tony Stark en ese pueblucho infecto donde se queda varado. Todas sus escenas con el niño que conoce ahí. En resumen, toda la parte de Iron Man 3 que no tiene que ver con el traje y el villano.

-El monólogo en off de un viejo que busca en una desarmada teoría sobre el espacio y las galaxias el consuelo que la Tierra ya no le ofrece. Del documental La Ultima Estación.

-La escena de cierre y el plano final de Efectos Colaterales.

-Kirsten Dunst se entera que la amiga gorda y sin gracia que siempre ha mantenido alrededor por una mezcla de piedad y sadismo va a casarse antes que ella. Despedida de Soltera.

-La secuencia donde Cody Horn ve por primera vez en acción a Channing Tatum en el escenario, en una de las numerosas grandes escenas que tiene Magic Mike.

-El recuerdo-pesadilla que colapsa el primer intento de Rinko Kokuchi por tripular un Jaeger en Titanes del Pacífico.

-El momento de Amour donde la mujer que está perdiendo la memoria y el control de sus intestinos trata de volver a ser la digna y elegante profesora de antaño frente a la mirada incómoda de un ex alumno.

-Tom Cruise reconstruye logísticamente un tiroteo en Jack Reacher.

-Toda la sección del concurso de baile al final de El Lado Bueno de las Cosas, incluyendo la manera en que Jennifer Lawrence se sienta en el bar, pide un vodka y luego, cuando un tipo le invita el siguiente, dice “Seguro”, como si ya supiera lo que va a pasar, como si sólo quisiera seguir cayendo.

-La tocata que la banda hace frente a un público exiguo –dos niños y un par de viejos, creo- en un salón desierto de alguna clase de sindicato portuario fantasmal en Los Rockers.

-La historia contada de las personas perdidas en el campo durante Pinochet en Sentados Frente al Fuego.

-Mads Mikkelsen intenta comprar en un supermercado cuyos empleados ya no quieren ofrecerle el servicio. La Cacería.

MEJOR FRASE DEL AÑO: Villana a punto de matar a Tony Stark: “¿Esto es todo lo que tienes? ¿Un truco barato y un one-liner?”. Tony Stark: “Corazón, ese podría ser el título de mi autobiografía”.

MEJOR USO DE VIEJA CANCIÓN POP EN PELÍCULA DE TERROR: Looking for the Magic, de Dwight Twilley en Cacería Macabra (You’re Next).

MENCIÓN ESPECIAL A MEJOR VIDEO EN VIVO DIRIGIDO POR SPIKE JONZE A PARTIR DE UNA CANCIÓN DE ARCADE FIRE:

Greta Gerwig baila en el video como la mayoría de nosotros baila cuando está solo, borracho o triste. Lo que es clave porque uno de los elementos básicos del discurso de Arcade Fire es la ilusión –sólo la ilusión- de que lo que sucede arriba del escenario no es distinto de lo que sucede en nuestras vidas. Es falsa, por supuesto: jamás luciríamos como ella bailando con ese imposible traje café-con-leche dando la vida entre árboles de utilería. Es una actriz en perfecto dominio de sus recursos y nosotros somos gente que baila en dormitorios, en livings, en fiestas de amigos. Pero mientras dura la canción, el video y el baile, Gerwig y la banda mantienen la mentira en alto. Con honor. Con autoconsciencia y también con algo parecido al arte marcial. A mí el baile de Greta Gerwig en este video me recordó la desarmada coreografía de la protagonista de Mother (2009) en la escena de los créditos. No se me ocurre un mejor elogio.

MEJOR DOCUMENTAL NO ESTRENADO EN CINES: Room 237. Muchos críticos gringos miraron con asco esta especie de registro/ensayo sobre las teorías que cierta gente tiene respecto a El Resplandor, de Kubrick. Esos críticos harían bien en releer algunos de los ensayos que se han publicado en revistas de cine sobre películas como Taxi Driver o Apocalipsis Ahora. Porque lo cierto es que la mayoría de las lecturas propuestas en este documental no son más deschavetadas que las que algunos críticos de prestigio propusieron en su momento sobre –por ejemplo- algunas de las películas más sobrevaloradas y pelotudas de Raúl Ruiz. Por supuesto que se requiere mucha buena voluntad para creer en la teoría de que El Resplandor es una fábula sobre el exterminio indígena. El punto es que Room 237 no trata sobre creer una teoría u otra (de hecho, todas las que aparecen en el filme son contradictorias entre sí). El punto es que el documental es una abierta declaración de amor a la cinefilia amateur. Esa que no se valida, que no se entiende, que se detiene en mezquindades o en planos absurdos. Esa que a veces justifica todo, incluso la sorna de quienes detestan a los freaks cuando se salen de orden. A mí la película me encantó –quizás más de lo que nunca me encantará El Resplandor- porque asume una verdad olvidada: todo lo que está en pantalla significa algo para alguien. Incluso el dibujo de una lata de polvos de hornear.

ENTRETENIDAS: The Wolverine, que me sorprendió, porque no era una película de superhéroes sino un thriller de gaijin-tipo-duro-perdido-en-Japón, ese adorable género ochentero que acá resucitó con los extras obvios de los metahumanos y las garras de adamantio. El Reino Secreto, una cinta de animación que fui a ver obligado y que me entretuvo más y mejor que muchas otras superproducciones del año. G.I. Joe: El Contraataque, también vista por obligación y también mucho más divertida de lo esperable. Posesión Infernal, quizás el mejor y más inteligente remake de terror que he visto en años. Capitán Phillips, que se deja ver con mediano interés hasta la escena final en la enfermería donde toda la historia acumulada en las escenas anteriores de pronto pega como un bloque de cemento en la cara. La Cabaña del Terror, atrasadísimo estreno en cines que no estaba a la altura de su fama, pero sí tenía una capacidad de juego con géneros y clichés que estaba a años luz de la bobería autocomplaciente de Django sin Cadenas. Y en la categoría anual “no puedo creer que algo tan poco prometedor en el tráiler haya terminado siendo tan entretenido”: Jack Reacher.

MEJOR PELICULA CHILENA: El Otro Día, el documental de Agüero donde sigue hasta sus casas a la gente que le toca la puerta. El recurso es muy sencillo y suena a esa antropología de cuneta con la que a veces uno se topa en la televisión chilena. Pero los objetivos de Agüero son harto más misteriosos y sutiles, como queda claro en la visita que hace a una casa de población que es un reino privado de mujeres o a un edificio de departamentos periférico que parece una visión del infierno. Agüero no está ahí para juzgar, dictar cátedra o hacer llamados a la patria. Más bien se pasea por poblaciones y villas preguntándose cómo vive la gente, de dónde vienen, cómo se cruzaron en su vida, qué tienen que ver con él y con su pequeña obsesión por la historia íntima de sus propios padres. Es un documental sencillo, desnudo y uno de los mejores trabajos del director.

MEJOR PELICULA DEL AÑO EN CUALQUIER FORMATO: The World’s End. Porque aunque no es la mejor de la Trilogía Cornetto (esa sería Hot Fuzz) es la más adulta. La menos taquilla, la más concentrada en darle carne y voz a sus personajes. Porque es también aquella donde los guiños a la ciencia-ficción y a las películas viejas están mejor integrados. Porque aunque su subtrama de apocalipsis no funcione para nada y llegue a ser ridícula, Gary King, ese patán que intenta resucitar un glorioso pasado adolescente que nadie más recuerda es uno de los grandes personajes del año. Como Celine y Jesse en Antes de la Medianoche, Gary no puede dejar de creer en la posibilidad de repetir la felicidad de antaño ahora que tiene edad suficiente para apreciarla. Y, al igual que ellos, su tragedia es el odio que se incuba en el alma cuando empezamos a sospechar que todo lo bueno pasó antes que cumpliéramos veinte.

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Yo veía que llevaba fuego en un cuerno

“Pienso en él mucho menos de lo que debería y sé que eso tampoco está bien. Tuve dos sueños sobre él luego que muriera. El primero no lo recuerdo muy bien, pero tenía que  ver con que nos encontrábamos en alguna parte de la ciudad, me daba un dinero y lo perdía. Pero en el segundo estábamos de vuelta en los tiempos antiguos y yo iba a caballo a través de las montañas en la noche. Cruzando las montañas. Hacía frío y había nieve en el suelo y él me pasaba y seguía avanzando. Nunca decía nada. Sólo cabalgaba y tenía esta manta envuelta alrededor de él y la cabeza gacha y cuando me pasaba yo veía que llevaba fuego en un cuerno de la manera que lo solía hacer la gente y yo veía el cuerno recortado contra la luz que llevaba dentro. Una luz como el color de la luna. Y en el sueño sabía que él iba adelante y que se las iba a arreglar para hacer un fuego en alguna parte allá afuera en el frío y en la oscuridad y yo sabía que donde quiera que llegáramos él iba a estar ahí. Y entonces desperté”.

Cormac McCarthy


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Mujeres de “carácter fuerte”

Soy hombre y mi mirada de este asunto es desde luego externa, pero como simple espectador esto me tiene chato del cine comercial y del otro también: el 90% de los casos en que se presenta un personaje femenino que es una mujer “de carácter fuerte” en el fondo quieren decir neurótica, chillona, egocéntrica, fuera de control, manipuladora y generalmente “perra”. Y si tiene hijos, por supuesto los ha descuidado. Peor aún: en el 90% de los casos, desde Katharine Hepburn en La Mujer del Año hasta Sandra Bullock en La Propuesta, la mujer de carácter fuerte siempre se revelará como una pobre hembra deseosa de apapacho y el consolador abrazo masculino. El cliché no me ofende, pero me aburre. Y me deprime pensar que el único ejemplo real de mujer de carácter fuerte que había en el cine, que era la M de Judi Dench en la saga 007, terminó baleada en el suelo de una iglesia acusada por Javier Bardem de haber sido poco maternal con sus agentes.

 

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El Arte de la Guerra (The Grandmaster)

Este es un filme sobre maestros de artes marciales que decepcionará a quien asista buscando acción espectacular y tipos duros. Desde luego, habría que preguntarse quién va a una película de Wong Kar Wai buscando esa clase de cosas. El Arte de la Guerra es, en concepto, un filme sobre la figura de Ip Man (el instructor de wing chun que fue uno de los mentores de Bruce Lee) pero lo cierto es que esto no califica ni como biografía, ni drama de época ni película de patadas. El filme es -como lo fueran Happy Together, Chungking Express y otros títulos del director- una fábula sobre cuerpos que apenas se tocan y emociones que apenas se expresan, ideas que han sido parte del cine de Wong Kar Wai desde su debut en 1988. Por eso era tan interesante que él, maestro moderno del roce y la evasión, filmara un título de artes marciales, que es un género basado en el contacto pleno, el impacto y el daño abierto.

Bueno, el hecho es que El Arte de la Guerra es muy satisfactorio como reencuentro con los temas de su director pero muy deficiente como experiencia cinematográfica. Desde luego es un portento visual, no sólo por el trabajo del director de fotografía Philippe Le Sourd –que reemplazó al habitual Christopher Doyle- sino además por los aportes del diseñador y editor William Chang y el legendario coreógrafo de luchas Woo-Ping Yuen.  Sin embargo, no tiene norte claro ni desarrolla una historia. Y esa crítica, que también se le podría hacer a dos o tres filmes previos de Wong Kar Wai, acá es central. Porque lo que en Cenizas del Tiempo era glorioso caos cronológico y juegos de cajas chinas aquí es simple confusión y letra muerta. El aspecto más sugerente del argumento, como es la relación de Ip Man con la hija de otro maestro (Zhang Ziyi), tiene hermosos momentos, pero ningún eco comparable a lo que el director consiguió con los mismos actores en 2046.

El pálido rostro de Ziyi es filmado con un amor y detalle que lamentablemente no se repiten en otras áreas de la producción y eso es porque al final el kung fu le importa muy poco al realizador, ya que sólo es una excusa para construir metáforas sobre la soledad, el azar y el paso del tiempo, los tres grandes temas de su cine. El kung fu en El Arte de la Guerra tiene la misma función que tenía la esgrima en Cenizas del Tiempo y la escritura en 2046: proveer escenarios para que los personajes buscaran sus propias desgracias en el amor. “La vida sin arrepentimientos sería aburrida”, le dice Ziyi al héroe en un momento y se entiende que habla de su corazón roto, pero también de la necesidad del artista de producir obras como esta, que se despeñan desde lo alto por su ambición y no por su modestia.

 

(Publicado originalmente en La Tercera, 20 de marzo de 2014)


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