Una de las teleseries más freaks de los años 90s fue Estúpido Cupido. Se emitió en 1995 y sucedía en una especie de Chile de los ’60 que lucía –más o menos- como la idea que la televisión transmitía de la Norteamérica de los ’50. Era una especie de Chile paralelo donde todos los jóvenes eran coléricos, todas las niñas se vestían como Brenda Lee y en las fuentes de soda habían wurlitzers y malteadas. No tenía un solo trazo de algo que se asemejara al Chile real de la década de los ’60. Era un falso recuerdo a partir de memorias de consumo. Muchos encontraron todo el asunto bastante ridículo, pero a la teleserie le fue bien e incluso vendió un montón de cassettes con la banda sonora. Y se me vino a la memoria viendo Stranger Things porque tengo al menos dos amigos que me han dicho la misma frase: “Viendo Stranger Things, recordé los ochenta”. Pero ST no tiene NADA que ver con los 80s que mis amigos y yo vivimos. Es como ver una serie ambientada en Washington en la era Clinton y decir “Oh, recuerdo los noventa”. De nuevo: un falso recuerdo a partir de memorias de consumo. Un amigo me dice que antes de los veinte años la verdadera vida es la que uno lee o mira en la televisión. Es una idea terrible, pero muy interesante. Lo que yo creo que es mucha gente de mi edad que ve ST recuerda con nostalgia no la experiencia chilena comunitaria de los ’80 –que fue atroz y penca, digan lo que digan- sino que recuerda la emoción que ellos sintieron viendo las películas o series de esos años. Que tampoco eran, seamos serios, obras maestras. Por cada final de Robotech nos bancamos sesenta episodios de mierda de G.I. Joe o de Fuerza G. Por cada Volver al Futuro o Cuenta Conmigo nos bancamos una docena de mugres como La caravana del valor o Superman 3.
Muchos ven Stranger Things y sienten nostalgia por la vida que añoraban a los diez y que no vivieron: correr en bicicleta por suburbios gringos (tener bicicleta) y llegar a una casa donde había más de un televisor, donde habían teléfonos, walkie-talkies, figuritas de acción y revistas de cómic que jamás llegaban a Chile. No se dice nunca, pero para cualquier chileno de mi generación es obvio: la mitad del encanto de series como El auto fantástico o películas como E.T. el Extraterrestre era esa textura casi sensual del objeto consumido que derrochaban: los botones multicolores de KITT, el robot de Muelle 56, las pistolas relucientes de Los Magníficos, ese fantástico dormitorio de Eliot tan lleno de juguetes que incluso podía esconder entre ellos a un alien. El asombro de ver a E.T. en el patio de Eliot era enorme, pero no menos deslumbrante era esa escena inicial donde alguien les iba a dejar pizza a la puerta. PIZZA A LA PUERTA. En 1982.
No tengo problemas con la nostalgia. Es parte de la vida. Pero qué cruel sería negar que buena parte de la fascinación de los niños chilenos de esos años con las series y películas que cita Stranger Things tenía que ver con la cotidianeidad de un primer mundo capitalista que sólo existía para nosotros en la televisión: hay algo perverso en añorar la época en que suspirábamos por vivir tal como vivían los ciudadanos del país que nos había dejado atascados con Pinochet.
No me siento ni de lejos superior a los que vieron devotamente Stranger Things. No es una mala serie. Pero cuando mis amigos me dicen emocionados que al verla recordaron los ’80 yo escucho: “Echo de menos los años donde mi deseo de consumir lo que estaba en pantalla obliteraba cualquier interés por lo que estaba fuera de ella”.


